
Lo cierto es que la ciencia biológica, no ha encontrado aún esa parte anatómica encargada de las funciones psíquicas (sentimientos, ideas, razonamiento).
Ante la ignorancia de nuestra ciencia, continuamos adhiriendo a la hipótesis de René Descartes (1596-1650) (imagen), según la cual, el ser humano está compuesto de dos partes: una tangible y otra intangible (1).
Lo que le valió un reconocimiento que aún perdura, fue proponer que una parte nuestra (la intangible, la mente, la psiquis, el espíritu) es inmortal.
Tenemos la costumbre de crear mitos, leyendas, personajes, héroes.
Nuestra mente necesita concentrarse en una figura visible para poder funcionar.
Esta particularidad es la metonimia, con la cual condensamos en un aspecto aislado, un conjunto de características que, por lo abundantes y diversas, serían difícilmente manejables.
Me explico mejor:
El instinto de conservación:
— nos provee del temor a la muerte,
— hace que nos angustien mucho las pérdidas,
— nos induce la amargura por los deterioros del envejecimiento,
— alienta nuestra curiosidad sobre para qué nacemos, de dónde venimos y cómo continuará nuestra vida después de la muerte.
Las respuestas y reacciones a estas provocaciones que recibimos del valioso instinto de conservación, son las más convincentes que podemos encontrar, las que mejor se adaptan a nuestras exigencias, las más satisfactorias en todo sentido.
Las religiones nos daban argumentos (soluciones, respuestas) excesivamente mágicos (Dios, milagros, Biblia, mística, rezos, rituales).
René Descartes tuvo la habilidad (o suerte, o acierto) de proponer un argumento que le da un apoyo racional a todas esas creencias tan poco serias e infantiles.
Él encontró una idea (tenemos un cuerpo mortal y una mente inmortal), que parece científica, alienta nuestra esperanza y nos tranquiliza, aunque también sea un dogma indemostrable.
(1) Pienso, luego ... sigo pensando
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