sábado, 29 de noviembre de 2014

Abelardo y Mariana



 
En esta pareja la sexualidad es muy intensa porque no está limitada por los celos. Él se excita viendo cómo su amada tiene apasionados encuentros sexuales con otros hombres.


 
Abelardo y Mariana tenían sesiones contiguas con el mismo psicoanalista.

Ella le provocaba intensos escalofríos, temblor en las rodillas y hormigueo desde los hombros hacia arriba.

Cuando se acercaba la hora en que la paciente saldría del consultorio, el muchacho se angustiaba tanto como quien, ubicado en un frágil vagoncito, se asomara a la caída mayor de una montaña rusa. Mariana ni lo miraba, pero él se sentía succionado por una especie de remolino, intangible aunque de altísima densidad gravitacional.

Solo conocía la colección de sandalias con tacones que adornaban unos pies vertiginosamente bellos. Por las escasas oportunidades en que se animó a mirarle las piernas, conocía el mapa de sus poros pequeñísimos. Apretaba una mano con la otra por temor a que se dejaran llevar por la tentación de tocar.

El psicoanalista tenía que esperar unos minutos a que Abelardo saliera del estupor y pudiera incorporarse para entrar, rendido, sin escuchar el mecánico saludo del profesional.

Aunque el conmocionado muchacho informó sobre el efecto que le provocaba aquella paciente, el técnico no alteró las horas de consulta y permitió que la flamígera continuara horneándolo.

Abelardo decidió consultar a otro psicoanalista, pero no como paciente sino para entender el mundo de Mariana desde un punto de vista técnico. La conclusión, en pocas palabras, fue que la hermosa muchacha era una seductora incansable, que solo practicaba sexo por diversión, o para probar su poder con los hombres, o para satisfacer alguna perversión.

Ante la pregunta sobre si correspondería o no abordarla, el segundo analista le dijo que sí, que nada malo podría pasarle. Y, entonces, ¿por qué no?

La misma interrogante le formuló al profesional que los atendía, pero este rehusó hacer comentarios sobre otras personas.

En la sesión siguiente, con gran temor, Abelardo salió de la sala de espera para seguirla, le habló en el ascensor y ella lo derritió besándolo en los labios por única respuesta.

El muchacho faltó a varias sesiones posteriores porque había caído en una profunda postración de felicidad. Se la pasaba tirado en la cama, mirando el techo y soñando infinitas escenas románticas, en parques, valles, lagos.

Estas bucólicas fantasías se nublaron bruscamente. Un rayo de duda lo hizo saltar y quedar sentado en la cama: otro hombre deseaba a Mariana tanto como él sin que ella hiciera algo para alejarlo.

Para asegurarse el amor de ella, le propuso matrimonio y ella aceptó radiante.

Ya en la luna de miel él entendió conveniente contratar los servicios de un detective porque ahora tenía otras fantasías mortificantes. Según estas, la esposa no siempre iba adonde decía que iba.

El primer sobre con varias fotos y filmaciones volvieron a provocarle aquellas penosas sensaciones que sentía en la sala de espera.

Efectivamente, Mariana era tan audaz con los amantes como con el esposo. Repetía los mismos gestos, los mismos actos, con idéntico desenfreno y erotismo extremo.

El marido indignado tuvo un arranque de furia que solo duró unos pocos segundos. Esa noche sintió con sorpresa cómo su deseo sexual aumentaba recordando una y otra vez aquellas fotos y videos.

El éxito de este matrimonio habría provocado envidia en la pareja más exitosa, pero antes de cumplir veinte años de convivencia, Mariana abandonó a su esposo para cohabitar con el investigador.

………

Con un caso como este, mi esposa puede tener material para reflexionar durante tres días con sus noches. Sin embargo se limitó a decir, como si pensara en voz alta:

— ¡Qué suerte tienen algunas!

(Este es el Artículo Nº 2.248)


sábado, 22 de noviembre de 2014

La mamá más joven



 
En este relato, Mariana, en estado de coma, se conserva sin envejecer y su marido, muy enamorado, es un científico que envejece, prematuramente, luchando por encontrar alguna forma de «recuperar» a su amada esposa.
 
Braulio y Mariana se conocieron cuando ambos tenían 15 años. Más precisamente el día que toda la familia de ella festejó esa fecha tan particular en algunas culturas.

En realidad el muchacho no había sido invitado pero, en un acto impensado, cuando ingresó a la fiesta un grupo que descargó en la puerta un ómnibus escolar, él directamente se mezcló con la muchedumbre y nadie le impidió el ingreso.

Jamás había hecho algo así. Se sintió como un delincuente novato, esperando que alguien de seguridad lo viera y, antes de expulsarlo, le hiciera pasar la vergüenza más grande de su vida.

Sin embargo, nadie notó su presencia excepto la festejada.

Muchos de los amigos de Mariana adoraban a aquella hermosa morochita, de mirada inquieta, cejas importantísimas, boca movediza y con una voz fascinante. Hasta el enunciado más trivial se convertía en poesía cuando ella lo pronunciaba.

Como se notará, yo también estaba enamorado de Mariana, pero es mi sobrina. Además, estoy casado con una mujer celosa que me cuida como si yo fuera su auto recién lustrado.

Aquella linda fiesta llegó a su fin y el abundante intercambio de números telefónicos determinó que, socialmente, hubiera sido un éxito.

Cuando empezaron mis achaques de anciano debí consultar a un neurólogo y ahí cobró significado aquella frase tan popular: «¡Qué chico es el mundo!».

Para ser atendido tuve que alejarme varios quilómetros de la ciudad y allá me encontré con un joven muy avejentado, de mirada ausente, que me atendió con ropa de jardinero y que me hizo pasar a un desordenado laboratorio.

El hombre casi no me escuchó pero me dio un frasco con pastillas blancas, ordenándome que tomara una cada dos semanas.

Al salir de la casa, me crucé con una jovencita que me hizo saltar el corazón.

— ¡Marianita, preciosa, mi amor! ¿Cómo te va, tesoro?— La chica se alejó espantada y no me permitió que la abrazara.

Rápidamente me di cuenta de mi profundo error cronológico.

Le pedí mil disculpas, ella notó mi turbación y creyó en la sinceridad de mi confusión. Me condujo hasta una silla con apoya brazos. Luego se sentó frente a mí y me dijo:

— Tú sabes algo de mi madre, yo quiero saber. ¿De dónde la conoces?, ¿Por qué la quieres tanto?— Habló con ansiedad, mirándome a los ojos; me conmoví por la fuerza de sus sentimientos.

Traté de recuperarme y responder algo coherente. Felizmente pude. Le conté de aquella fiesta y me animé a confesarle mi anacrónico enamoramiento.

Se ve que también la conmoví yo a ella porque, apoyando su mano en mi rodilla, me contó:

— El que te atendió es mi padre. Mariana hace muchos años que está en coma. Me dio a luz y siguió en coma. Mi padre se desvive por traerla, pero ha descubierto una cantidad de fármacos y procedimientos, aunque ninguno que nos ayude con mamá. ¿Quieres verla?—, preguntó, y esa posibilidad  me paralizó.

— Bueno—, balbuceé con miedo.

Volvió a tomarme del brazo y me llevó a una habitación en penumbras, silenciosa, suavemente perfumada.

— Encenderé la luz para que la veas—, dijo, y mi corazón parecía estallar.

Al mirarla, sentí lágrimas incontenibles. Estaba igual a aquella noche de fiesta. Parecía más joven que su hija.

(Este es el Artículo Nº 2.247)

domingo, 16 de noviembre de 2014

El descubrimiento de Mariana (2)




Mariana se dio cuenta que, cuando le enseñaron a tener asco, sin querer también la indujeron a repeler aspectos humanos, propios y ajenos, que le bloquearon la capacidad de entender algunas cosas esenciales.

Mariana era la tercera de cinco hermanos. Como tal, fue educada con las urgencias que implican dos hermanos mayores y dos menores. Fue educada con rapidez y poca reflexión. No había tiempo. La niña, inteligente, absorbía todo. Pero, mamífera al fin, prima hermana de los ovinos, bovinos y dos más, también rumiaba. Se crió escuchando: “Eso no se toca, es caca”, “eso no se hace, es feo”, “hay que bañarse todos los días”, “la tía te trajo este perfume rico, rico”. Un día se llevó a la boca un dedo untado con caca de su perro. Vista por la madre, oyó:
- Aggggggg…..!
Esa palabra no la conocía, pero percibió el asco por primera vez.
Cuando cumplió 14, sus padres consideraron la posibilidad de una terapia.
Cuando cumplió 17, hablaron con un psicólogo amigo de la familia. 
— ¿Qué te trae por acá, Mariana?—, le pregunté como para romper el hielo.
— Y, nada...—, respondió con cierto desgano. — Mi padre me sugirió que hablara contigo, y aquí estoy—, dijo, concretando su aburrimiento, obediencia y desinterés.
— Tengo ganas de estudiar antropología o paracaidismo—, agregó, y me obligó a sonreír.
— ¿Una primero y el otro después, los dos juntos? Explícame un poco más.
Parece que le hizo bien escucharse hablando con un desconocido porque finalmente decidió viajar, sola, a varias comunidades selváticas.
Parece que le hizo bien escucharse. Hablar. Comunicarse sintiendo que, por fin, su interlocutor era válido.
Me olvidé de Mariana hasta que nos reencontramos con su padre, años después. Hacía más de un año que se había ido, casi sin dinero, a «instalarse» en varias comunidades indígenas de América del Sur, de América Central,  de África y creo que también me habló de Asia.
-Mi hija, nuestra nena, no sé…. Se independizó bien, parece contenta, pero…hasta te diría que es un poco famosa! Pero, nada que ver con sus hermanos.
En mis habituales recorridas por Twitter, encontré el nombre de la antropóloga-paracaidista. Estaba dedicándose a dar conferencias en varias ciudades europeas y asiáticas, explicando por qué el perfume de su invención era tan costoso y tan solicitado por las universidades de mayor prestigio.
Según parece, en su recorrida por las poblaciones más primitivas del mundo, extrajo los olores humanos menos tolerados por la cultura occidental. Estos eran la esencia de lo sintetizado por Mariana. Desagradables olores humanos contenidos en un producto de lujo. 
Tuve la suerte de que ella me visitara y me sentí complacido con sus puntos de vista.
Ella opina así: A todos nos enseñan a sentir asco por una cantidad de sustancias y comportamientos. Este modelo educativo construye «diques»   que impiden radicalmente ese tipo de contacto: “eso es caca”,  o conducta: «no te toques ahí». Para no provocar asco en el lector evito ser  más  explícito.
Lo que se  está logrando con el uso de esta sustancia entre los estudiantes universitarios es que tiren  abajo aquellos diques de la primera infancia. Que puedan liberarse de  aquella represión  que les impide acceder a pensamientos alternativos, a ideas originales, a una cabal comprensión del ser humano.
En suma: Mariana y yo nos pusimos de acuerdo en que el asco nos encarcela. Ella supone, además, que yo soportaría oler el contenido del coqueto frasquito que me trajo de obsequio, pero en eso fue donde no nos pusimos de acuerdo (al menos por ahora).

(Este es el Artículo Nº 2.246)

sábado, 8 de noviembre de 2014

Mariana y el dinero




Mariana piensa que el dinero, en cantidad suficiente, es tan útil como cualquier otra cosa que se pueda comprar con él, y también está convencida de que, en cantidad más que suficiente, es mortífero.


Les contaré una historia de Mariana. Mariana, la que desde muy joven se manifestó rebelde, inconstante, fantasiosa. Muy fantasiosa.

A pesar de estos adjetivos, nunca dejó de hablar por muchas horas con su hermana menor. Un mismo hombre las embarazó dos veces a cada una, y luego las abandonó. Por eso decidieron vivir juntas.

Esta hermana ponía cara de Gioconda cuando oía las feroces diatribas de Mariana contra los proveedores, contra los educadores de sus hijos, en fin: contra todos quienes solo conocieran el sentido común.

Ella percibía aquella mirada complaciente y se enardecía más y más. Las hermanas se retroalimentaban hasta el paroxismo.

Los primos-hermanos eran amigos aunque se llevaban algunos años de diferencia.

La fogosidad de Mariana inundaba hojas y hojas, con historias de pasión incinerante. La otra se encargaba de leerlas, hacer sugerencias, proponer adjetivos no tan terminales.

Los muchachos temían a la novelista, pero disfrutaban de las historias que inventaba. Era la tía-mamá quien se las contaba. Se reunían los cuatro a escuchar los relatos mientras la escritora se encerraba muy temprano, para dormir, para rumiar broncas, para pensar vaya uno a saber qué.

El paso de los años le agrió aún más el carácter. A veces parecía perder la razón, pero no: ella sostenía que casi todas las ideas, las actitudes, los sentimientos, tienen aspectos bondadosos y aspectos mezquinos. Mariana no ocultaba ninguno de los dos. «Sin ambivalencia no hay verdad posible», afirmaba con radicalismo huracanado.

Un buen día llegó una carta a su nombre que, como era costumbre, abrió la hermana.

Esta, por primera vez, dudó si decir la verdad o mentir. Finalmente optó por no hacer una excepción y a la hora de la cena contó que una de las novelas había recibido un premio enorme.

Los cuatro primos-hermanos quedaron mudos, luego empezaron a proponer ideas sobre cómo ir a cobrarlo. En pocos minutos surgieron varias propuestas de inversión, gastos, derroches. La cara de la beneficiaria comenzó a prepararse para un estallido demoníaco. Los muchachos no se dieron cuenta pero el estómago de la hermana se contrajo casi hasta la anorexia.

Mariana interrumpió los vocingleros preparativos golpeando una copa con el tenedor. Dijo: «Iré sola».

Otra vez se instalaba en la familia aquella nevada lacerante que provocaban las intervenciones de la autoritaria mujer.

Los jóvenes comenzaron a pensar que adolecía de demencia incipiente. Hablaron con dos psiquíatras, con un abogado, explicaron la situación, pidieron asesoramiento, confabularon. La escritora supo todo esto porque su nariz emocional venteaba hasta la malicia más lejana.

Ella hizo lo que quería: se fue una madrugada mientras los demás dormían.

Dos días después volvió con la misma ropa que había partido.

Los autoproclamados herederos le preguntaron qué había pasado con el dinero. Mariana les dijo: «Se lo regalé a Juan».

La Gioconda se sorprendió; frunció el seño. Los jóvenes comenzaron a gritar, a decirle que estaba rematadamente loca. Que cómo podía ser que le entregara esa fortuna al hombre que menos se lo merecía; al que las había embarazado cuatro veces y las había abandonado. Al que no quiso reconocer a los hijos, el que jamás las ayudó.

En plena batahola, la escritora se fue a su dormitorio. Los jóvenes quedaron complotando con la Gioconda: harían un juicio alegando discapacidad intelectual. Era inadmisible que la familia perdiera la única posibilidad de salir de las penurias económicas.

La hermana, al recordar una novela que Mariana escribió cuando era joven, les dijo:

— No está loca. Ahora entiendo lo que hizo. Le dio esa fortuna al muy crápula porque ella siempre pensó que el dinero pudre a quien lo tiene en demasía.

(Este es el Artículo Nº 2.245)