domingo, 27 de julio de 2014

Domingo de lluvia



 
La llovizna embellecía el paisaje ciudadano. La ventanilla del ómnibus podría haber sido la pantalla de un costosísimo televisor, capaz de exhibir una fantástica nitidez y noción de volumen. La tercera dimensión perfecta.

Ni qué hablar del audio: estereofónico, completo, nítido. El sonido de los neumáticos provenía de todos los vehículos: el propio, los ajenos…, las bicicletas, los carritos de bebés, tiernamente protegidos por una cobertura de plástico transparente para que el pequeño rey se sintiera tan mimado como un papa.

Todos caminan como seres brillantes por la humedad remojada de sus impermeables y paraguas. Solo algunos jóvenes rebeldes deambulan ignorándolo todo: a la lluvia que moja su ropa de lana, a los demás transeúntes, a las mascotas con y sin dueño.

Estos seres lustrosos, protegidos, seguramente amantes de sus cónyuges, de sus amigos, de sus familiares, van y vienen en el televisor con sonidos e imágenes tridimensionales.

Dos ancianos miran llover detrás de una ventana. Seguramente han cumplido sus bodas de oro y no tienen mucho para decirse porque ingresaron en la etapa matrimonial de la telepatía.

Un chiquillo espera que su niñera termine de hablar con el novio. Por los gestos, ella le dice que podrán encontrarse dentro de unas horas, cuando los padres del niño vuelvan de trabajar. Quizá no está hablando con el novio, quizá los padres no están trabajando porque hoy es domingo. El pequeño tiene cara de aburrido. ¿Qué estará pensando? ¿Qué puede sentir un niño de 6 años cuando nada lo entretiene?

Mariana no pensó que viajar en un colectivo fuera tan agradable, divertido y barato. La lluvia se intensificó y el espectáculo cobró un encanto mayor. Algunos paseantes anfibios comenzaron caminar más rápido. La visibilidad de la ventanilla-televisor fue menor porque el vidrio se empapó.

Por falta de paisaje comenzó a imaginar los sentimientos de los primeros humanos que miraban aquellas lluvias primitivas, diluviantes, desde la protección de la caverna, apenas iluminada por un fuego que necesitaban cuidar porque encenderlo era difícil.

El motor del ómnibus se apagó. El conductor gritó «Destinoooo». Mariana salió del ensueño. El hombre volvió a gritar «Destinooo». La muchacha lo miró interrogante. Él, con cara de oso feroz y burlón, le gritó a través del retrovisor: «Abajooo». Mariana sintió el repique de la lluvia sobre el techo metálico, se acercó al conductor y le dijo: «Me quedo acá para regresar». «Abajo», volvió a gritar el oso feroz, aun más burlón y abriendo la puerta en señal de impiadosa expulsión.

(Este es el Artículo Nº 2.231)

domingo, 20 de julio de 2014

La carne gobierna porque es femenina



 
La economía de Rosario entró en crisis. La muerte de su esposo fue lo peor que podía pasarle, aunque no precisamente por razones afectivas. El párroco entendió lo que le estaba ocurriendo y aprovechó para pedirle ciertos favores a cambio de comida para ella y para su hija, Mariana.

La devoción de Rosario era total y agradeció de rodillas esta bendición de Nuestro Señor Jesucristo.

El sacerdote se sintió casi avergonzado por un acto de tanta sumisión. Rosario era una devota de las de antes, como ya casi no quedan.

En poco tiempo ella recibió el máximo homenaje a que podía aspirar en su vida terrenal: el cura le entregó las llaves del templo. Ahora era Rosario la que abría las puertas, cuidaba la higiene, atendía el jardín y la huerta.

Varias veces le pidió ayuda a su hija Mariana, pero la muchacha sentía náuseas en aquel edificio y ante aquella lúgubre vestimenta del sacerdote. Este tampoco sentía mucho amor hacia la joven. Por algo se repelían.

En cierta ocasión el párroco le comunicó a Rosario que tenía que hablar con ella. La señora se secó las manos para escucharlo, pero el hombre le dijo que después, que ahora estaba ocupado, que se lo recordara; y así la dejó, aterrada. Su precaria existencia podría empeorar.

Pasaron semanas y meses sin que se hablara de aquello. Rosario ya no sabía qué hacer porque la incertidumbre y la curiosidad la carcomían. Al borde de la desesperación, la mujer juntó coraje y se animó a recordárselo.

La amonestó por tanta curiosidad, por ser tan ansiosa, por no saber esperar, y aparentando una infinita condescendencia le dijo que se sentara en uno de los bancos de la iglesia. Él también se sentó y le dijo:

— Creo que Dios se ha acordado una vez más de ti—. Rosario quedó muda, sus ojos pequeños se agrandaron, enderezó la columna vertebral como para acercarse más al Eterno y escuchó.

— Don Rogelio también es un hijo predilecto de Dios. Nos ayuda cada vez que se lo pedimos. Esta iglesia no se llueve gracias a Don Rogelio. Pues bien: como sabes, él también enviudó pero hace más tiempo que tú. Ya hace muchos años que vive solo. Él es una persona respetable, educada y con gran patrimonio. Un excelente vecino y mejor creyente.

— Sí, por supuesto, es todo lo que usted dice, padre— dijo Rosario, tratando de acortar los rodeos que estaba haciendo el sacerdote para decirle lo que ella quería saber.

— Pues bien, él desearía que Mariana fuera su compañera para siempre, quiere casarse con tu hija.

Rosario sintió una extraña sensación en todo el cuerpo. Mariana tenía 17 años y Don Rogelio 61. Quizá esa sensación incluía algo de asco. Los ojos volvieron a ser tan chicos como siempre. Apretó el pañuelo que tenía en la mano y también las llaves. Sudó, bajó la mirada. El techo que había reparado Don Rogelio cayó sobre su cabeza en cámara lenta. Los escombros la aplastaban.

La mujer no sabía qué hacer. La situación económica era desesperante y esta parecía una solución milagrosa.

Tardó varios días en encontrar la forma de hacerle este planteo a la joven y rebelde Mariana. La veía feliz, radiante, sana, digna de un destino mejor que unirse a un anciano que podía ser su abuelo.

Cuando se animó a plantear el desatino propuesto por el cura, Mariana la escuchó, sintió lástima de su mamá y un incontrolable resentimiento.

Con los ojos encendidos por la furia, el odio y la desilusión, salió a la calle casi corriendo. Llegó a la iglesia, entró con su propia llave, fue directo al dormitorio del párroco y entrando sin avisar, le grito:

— Escucha, pajarraco de malagüero, te dije que mi madre es sagrada y que no tenías que meterla en nuestros asuntos. ¿Qué tenías que andar confabulando con tu compinche Rogelio? ¿Piensan apartarme del comisario y de los diputados de la capital?— Salió dando un portazo, regresó y, desde la puerta, volvió a gritarle:

— No quiero verte nunca más en mi cama, ¡inútil desubicado!

El reverendo, en ropa interior, miró el crucifico como para derretirlo.

(Este es el Artículo Nº 2.230)

domingo, 13 de julio de 2014

El hombre de campo



 
Sentada en una silla bajita, con asiento y respaldo de suela, Mariana tomaba mate. Ambos pies apoyados sobre el costado lateral, como si las plantas quisieran mirarse.

— El gaucho que abandona su tierra no es hombre de campo. Un gaucho nunca podría vivir en la ciudad, en un edificio de apartamentos, con piso de madera lustrada. Podrá vivir un tiempito, pero no tardará en volver a su casa.

El perro la escuchaba con su oreja almidonada, ladeando la cabeza ante cada concepto nuevo: ciudad, apartamentos, madera lustrada.

Mariana consumía una yerba traída de contrabando desde Brasil porque con esa filosofaba mejor.

— La mujer del gaucho es parte de la tierra del gaucho. Por eso él nunca podrá abandonarla por mucho tiempo. Tarde o temprano tendrá que volver con ella, así sea solo para morir en sus brazos—, continuó pensando en voz alta.

— La mujer que se comporta como parte del patrimonio de un hombre así, está siempre contenta, como el resto de la tierra cuando llueve, cuando graniza, cuando hay sequía, cuando sea—, continuó. — Está para que él la siembre cada vez que sea época. Después le alimentará el fruto hasta que esté pronto para ser cosechado y se vaya con el padre o con quien quiera irse. Es lindo ser tierra de un hombre de campo. Serle fértil. Estar ahí para cuando, llegada la época, él quiera sembrarle un hijo.

El animal estaba petrificado por la sabiduría milenaria de Mariana. Las plantas de los pies seguían mirándose.

En eso entró el hombre. Ella bajó la mirada y el perro se retiró discretamente, con el rabo entre las patas. La muchacha apoyó el mate sobre el piso de portland lustrado de la cocina, lentamente para no hacer ruido. Le pareció o la respiración del varón resoplaba como el fuelle que enardece la cocina a leña. De reojo vio que los pantalones se habían parado cerca de ella. La sangre rompió el hervor, las piernas la pusieron de pie y sin levantar la mirada fue derechito al dormitorio.

Se sintieron algunos gritos ahogados por la vergüenza, el perrito prefirió dejar las orejas caídas. Acomodándose la ropa, el sembrador salió, tan serio como había llegado, ahora preocupado por el caballo.

(Este es el Artículo Nº 2.229)

domingo, 6 de julio de 2014

El error de los números



 
Cuando Mariana tenía nueve años los padres se divorciaron.

«¡Por suerte!», exclamó la niña, «no ser hija de padres divorciados me tenía cansada».

Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles. Los compañeritos del colegio contaban una realidad diferente. Por ejemplo, su madre empezó a ponerse regañona y su padre ausente ya no cumplía el ritual de sentarla sobre las rodillas y rascarle la espalda, contándole increíbles historias donde la protagonista se parecía a la niña fascinada.

Si este cambio estaba siendo más complicado que la anterior vida aburrida pero previsible, entonces era obvio que el futuro es temible. Mariana se convenció: los cambios siempre son perjudiciales y el futuro es peor que el presente y mucho peor aun que el pasado.

Ciertas dificultades para comer, algunas incontinencias urinarias que la llenaron de vergüenza y de miedo, la aparición de señales cifradas que solo ella percibía la fueron induciendo a tomar una decisión sin consultar a la madre. Ella nunca la hubiera comprendido.

Una de esas señales provenía de los juegos de azar más populares. Al ver qué números salían sorteados, sintió que todos eran fáciles. Iguales a los que ella utilizaba con soltura en la escuela. Iguales a las interminables hojas que llenaba su mamá con estresantes conjeturas sobre el presupuesto familiar.

Como no tenía dinero para apostar, inició una investigación estadística tratando de encontrar la fórmula con la que día a día jugaban traviesos en el bolillero, a las escondidas, divirtiéndose y divirtiendo.

La mamá y la hija convivían en armonía, especialmente porque cada una estaba ensimismada en sus números. Unos que jugueteaban por llegar al fin de mes y otros, saliendo de su escondite.

Los años pasaron sin que ellas lo notaran: tan abstraídas estaban en la obsesión por vivir y en la obsesión por entender las picardías de los juegos de azar.

En el período liceal, Mariana esperaba afanosamente las clases de matemática, con la esperanza de que le surgieran nuevas hipótesis que explicaran los misterios de las casualidades.

Sin querer, indirectamente, fue enterándose de algunas posibilidades, para ella muy ingeniosas pero infantiles, sobre qué hacer con los números.

El cuerpo de Mariana comenzó a traicionar su pasión. Sintió un enorme deseo de tener un hijo y así lo hizo con un compañero de Facultad de Ingeniería.

Esta lucha entre los deseos maternales y la búsqueda de la fórmula del azar la puso en conflicto consigo misma. Llegó a un punto en el que sintió rechazo por las matemáticas, los números, los cálculos, las fórmulas, quizá abrumada por la frustración de haber dedicado tanto tiempo a algo tan estéril, siendo que tener un hijo la colmaba.

El matrimonio comenzó a aburrirla. Prefería dedicar toda su existencia a ser madre.

Vivía humanamente feliz hasta que lo descubrió. El pequeño pasaba horas en la computadora, llenando planillas de cálculo, ensimismado, sin mirarla. Sin mirarla como ella necesitaba y como seguramente su mamá también necesitó.

(Este es el Artículo Nº 2.228)