domingo, 29 de marzo de 2015

El padre de Mariana no la quería




 
Esta historia explicaría por qué tantas mujeres adultas están convencidas de que alguien quiso violarlas y de que no fueron queridas.


 
«¡Por fin!», exhaló Mariana cuando la enfermera que cuidaba los últimos suspiros del padre le comunicó, por mensaje de texto, «se murió».

La mamá había fallecido dos años antes. También en esa oportunidad Mariana no ocultó esa sensación de alivio que siente alguien cuando da por terminada una etapa complicada e inútil.

Cuando tenía nueve años, la mamá la convirtió en su confidente. Más de la mitad de las quejas adultas no se las entendía. Prematuramente se formaron en su cabecita dudas tan trascendentes como «¿qué son los varones?», «¿para qué sirven?», «¿cómo sería la vida sin ellos?».

Romeo, así se llamaba el padre, estaba muy poco con su familia. La esposa tejía mil historias sobre imaginarias aventuras amorosas, con lejanas mujeres, más cultas que ella, más hermosas, con mejores perfumes, con el cuerpo más descansado y hospitalario para enfrentar los rigores sexuales. En suma: con menos celulitis.

Aunque Mariana no se sentía aliada de la madre tampoco se sentía enemiga del padre.

Cuando tenía catorce años padeció, en circunstancias muy confusas, un intento de violación del inconstante visitante. Quedó aterrorizada. A pesar de su prematura madurez a fuerza de escuchar las peripecias de la madre, no supo qué hacer.

Si bien el violador no le exigió, como es habitual, que ese hecho tan inquietante quedara como secreto entre padre e hija, tampoco se animó a comentarlo con su mamá.

Aquel gran secreto comenzó a mortificarla progresivamente. Así se explica por qué la muerte de Romeo le causó alivio.

Liberada de sus problemáticos padres, Mariana se sintió repentinamente vacía, angustiada, ansiosa.

Llamó a un programa de radio trasnochador y presentó su caso. Varios oyentes le recomendaron que se consiguiera un hombre, que viajara, que practicara yoga. Finalmente, se decidió por consultar a una vecina del edificio en el que vivió desde pequeña.

La mujer era psicoanalista, pero habiendo tantas en la ciudad, justo fue a elegir a una vecina. Que la conocía de toda la vida. Psicoanalista. Y además lesbiana. Algo rondaba en la cabeza de la huérfana.

A Mariana le gustaba definirse como moderna, liberal, tolerante. De mente abierta, decía. Sin embargo, es muy probable que eligiera a esta mujer porque se avergonzaba por pedir ayuda y, en el fondo, despreciaba a los homosexuales.

Al terminar la primera entrevista, la psicóloga tenía por seguro que la nueva paciente era una obsesiva «de libro», esto es, con todas las características propias de esa forma de ser.

La estrategia terapéutica consistió en dejarla hablar para que fueran apareciendo los sentimientos angustiantes que la obligaron a controlarlos con una solución tan consumidora de energía psíquica como es la obsesión.

El vínculo entre ambas fue tremendamente ambivalente y complejo. Mariana admiraba, envidiaba, celaba, despreciaba a su analista. La propia obsesión suele ser tan «inteligente» como para dinamitar cualquier amenaza a su eficaz desempeño.

La paciente también estuvo profundamente enamorada de su psicóloga, pero esta supo desde un principio que la muchacha quería dominarla mediante la seducción. Las estrategias de la obsesión son increíbles, versátiles, ingeniosas.

Vale la pena comentar aquí que, fuera de un análisis psicoanalítico, el enamoramiento también suele ser utilizado como una forma de dominar al objeto de amor.

Como al tercer año de tratamiento la terapeuta ya tenía la convicción de que tal violación incestuosa no había ocurrido, la obsesión de Mariana, en un último recurso desesperado, provocó el fin del análisis.

La profesional tuvo que digerir varias interrogantes, pero se quedó con algunas hipótesis:

— Quizá Mariana no se casó porque estaba enamorada de su padre;
— Quizá este estuvo muy enamorado de su hija y por eso trataba de estar lo más lejos posible de ella;
— Quizá Mariana, como tantas mujeres, conservaría la creencia de que el padre no la quería (porque si la hubiera querido, la habría violado realmente).

(Este es el Artículo Nº 2.261)

sábado, 21 de marzo de 2015

¿Qué hacemos con el hijo de Mariana?




Mariana vivió una experiencia de poliandria, es decir, de formar una familia con varios hombres. En esta situación, además, le tocó ser la madre de un niño masoquista. Por estos motivos, el relato abarca varios temas psicológicos que alcanzan hasta la propia religiosidad cristiana.


 
Mariana fue una niña hasta los 16 años. Aunque físicamente pudo ser madre desde los 12, su inocencia comenzó a ceder cuatro años después, gracias a su primo Rodolfo.

Él deseaba copular con ella pero la adolescente parecía no terminar de entender en qué consistía la sexualidad. Tenía sensaciones corporales muy agradables en los muslos, en los glúteos y en el estómago, pero algo le impedía hacer el amor.

Este muchacho, por el contrario, parecía tener las ideas claras. Le acariciaba los senos, la espalda, le besaba el cuello, pero nunca acertó a tocar las zonas erógenas de la muchacha: los muslos, los glúteos, el estómago.

Harto ya de que Mariana no reaccionara como mujer, organizó una reunión con sus amigos eróticamente mejor informados.

Aprovechando que los padres de uno de ellos estarían ausentes todo el fin de semana, la invitó a participar en una pequeña fiesta.

Mariana se entusiasmó, anticipó el placer imaginando que sería el centro de cuatro muchachos que la mimarían, que le dirían lindezas, que la servirían como a una reina.

De hecho no estuvo muy equivocada pues así actuaron los chicos, solo que se preocuparon de que ninguno quedara sin penetrarla, oral, vaginal y analmente.

Con estos 16 años Mariana entendió mucho mejor su cuerpo, lo amó más y descubrió cuánto placer provee el embarazo.

No podían saber de quién era el bebé que comenzó a gestarse, por eso se comprometieron a cuidarlo entre todos. Lo llamarían Jesús pues no se tenía certeza sobre quién era el padre.

Esta familia de seis personas no tenía más problemas por ser tan numerosa. Las discusiones más ásperas referían a cómo educar al pequeño.

No supieron cómo resolver la inadecuación del niño. Regalaba sus juguetes, era el objeto predilecto de los bullyings. Hasta el más desventurado de sus compañeros podía sentirse un matón, seguro de que Jesús no se vengaría.

El papá Rodolfo se sentía con más derecho sobre el pequeño alegando la consanguinidad que tenía con su prima Mariana. Los otros tres, a regañadientes, lo toleraban. La mujer tenía que frenarlos cuando quedaban a solas y le iban con chismes sobre otras mujeres, algunos gastos excesivos, ciertas decisiones inconsultas.

Los psicólogos escolares estaban perplejos con la conducta excesivamente sumisa de Jesús. Algún conductista propuso que practicara artes marciales, pero al chico no le interesaban las actividades físicas. Él disfrutaba jugando con trocitos de madera, tapas de refresco, corchos, cubiertos en desuso... Sistemáticamente abandonaba los vistosos juguetes que le regalaba unos de sus padres.

Finalmente, una psicóloga kleiniana descubrió que el niño era masoquista.

Este diagnóstico cayó como una bomba en los cinco adultos. Juntaron tres camas y se reunieron a discutir qué hacer a partir de esa terrible noticia.

La reunión, con abundante cerveza y marihuana, duró unas cuantas horas, entre risas, gritos, insultos moderados.

Finalmente, Mariana logró la síntesis de mayor consenso. Levantó las manos sobre su cabeza, y dijo:

— ¡Un momento, un momento!—, y todos callaron. — ¿Qué problema hay con el masoquismo de Jesús? Si disfruta con el dolor quizá estudie para ser maestro, médico o sanitario. ¿Cuál es el problema si él no quiere ser ni cura, ni bancario, ni político?

(Este es el Artículo Nº 2.260)

domingo, 15 de marzo de 2015

El casamiento de Mariana Dietrich




En este relato se cuenta una historia en la que un explotado se convierte en explotador; algo parecido a los que ocurre en Estados Unidos, en el que un negro, descendiente de esclavos, pasó a gobernar a un pueblo compuestos mayoritariamente por descendientes de esclavistas.

Juan Carlos compró el pub The Manchester teniendo en cuenta a cinco de sus clientes habituales. Más precisamente por la presencia diaria de una mujer joven, tan parecida a Marlene Dietrich que atraía como moscas a cuanto varón joven adorara el aspecto lánguido de aquella actriz alemana.

Mariana, así se llamaba la cliente súper estrella, visitaba diariamente el pub. No hablaba con casi nadie, bebía una copa de cerveza lentamente, tenía los ojos siempre lubricados por una especie de tristeza no deprimente, que más bien daba ganas de protegerla, mimarla, llevársela para la casa, rodearla de lujos y todo eso solo para contemplarla.

Juan Carlos sabía de bares y pubs porque pertenecía a la tercera generación de expertos en el ramo, siempre establecidos en Barcelona.

Él sabía que casi todos los clientes son dignos de amor (dije: «casi todos»), pero era de los pocos que sabía administrar la importancia de algunos clientes en particular. No por lo que gastaban sino por un poder de convocatoria carismático.

Sabía, por ejemplo, que a estos personajes no había que adularlos, ni perdonarles el costo de la consumición. No: los mejores «llamadores» no soportan ese tratamiento porque, entre otras de sus facetas fascinantes, está la de sentirse libres. No tolerarían tener que visitar un lugar por gratitud o para devolver atenciones especiales.

La vida matrimonial de Juan Carlos estaba casi arruinada cuando apareció esta mujer que motivó la compra de un comercio porque ella era clienta.

Intentó llamar la atención de Mariana y tuvo un poco más de suerte que los anteriores postulantes.

Paulatinamente la relación afectiva entre ambos fue creciendo. Llegó a enamorarse de ella, a tal punto que hasta se convenció de que ella también lo amaba. Las gestiones del divorcio fueron realizadas con trámite urgente.

Sin embargo, algo totalmente desacostumbrado para la época y el ambiente que ambos frecuentaban, ella utilizaba mil recursos seductores para no terminar en la cama con él: tanto era una encantadora niña ingenua, como una poetisa intelectual, como una intrigante cortesana de la Edad Media, como una especie de monja ligeramente atrevida. En los hechos, Juan Carlos estaba cada vez más excitado. Tanto como para volver a recurrir a la masturbación.

Esta presión erótica lo persuadió de que tenían que casarse pues solo así podría tener sexo con la esquiva mujer.

El formal ofrecimiento incluyó la construcción de un plan casi ideal que ella agradeció reforzando la encantadora mirada soñadora que a tantos derretía. Ella se encargaría de los quehaceres domésticos (comida, limpieza, decoración), podría retomar los estudios de arte, a la vez que él sería el encargado de atender el pub y proveerla de todos los recursos materiales que fuera solicitando.

El día de la boda volvió a masturbarse. Ella lo llamó varias veces con diferentes motivos (compras, invitaciones, vestimenta), pero con una voz tan seductora que él entraba en erupción obligándolo al alivio recién mencionado.

Pasada la hora 23 se fue el último invitado. Él cerró la puerta de calle casi golpeándola y se dirigió velozmente al baño, para ducharse y acostarse con su joven esposa.

Al entrar en la habitación la vio vestida con la misma ropa que llevaba al pub.

— ¿Qué pasa, Mariana, por qué no te quitaste la ropa?—, preguntó Juan Carlos con tono agónico.

— Extraño el pub, mi amor. He decidido que seré yo quien lo administre y que seas tú quien se encargue de los quehaceres doméstico. Te proveeré de todos los recursos materiales que puedas necesitar.

(Este es el Artículo Nº 2.259)

sábado, 7 de marzo de 2015

Mariana sabe defenderse



 
Pocas personas tienen talento para el boxeo, pero son aun menos las mujeres que lo poseen. En este relato, Mariana es uno de esos extraños ejemplares. Sabemos que son muchas las que desearían poseer habilidad pugilística para resolver los conflictos con menos desgaste emocional.

Desde los 9 años, Mariana tuvo que afrontar las responsabilidades de su familia. En su madre se volvió crónica una depresión que la mantuvo casi fuera de juego hasta que falleció. Falleció en un accidente que nada tuvo que ver ni con la tristeza patológica ni con el intenso tabaquismo que la ayudó a sobrellevar las interminables épocas de tristeza.

Los dos hermanos menores se ponían muy violentos con la incapacidad de su madre para atenderlos. No faltaban algunos golpes de puño, contra la pared, contra algún mueble, contra Mariana.

Ella solo recibió un primer y único puñetazo. Todos los demás fueron pugilísticamente desviados, esquivados y sistemáticamente devueltos con intereses, comisiones, multas y otros recargos.

Puedo asegurar que “boxeador se nace”. Cuando esto ocurre, es poco lo que se puede aprender. Solo hace falta continuar la convivencia con los niños golpeadores, practicar, estar atentos. Este deporte es puro arte. Lo que la naturaleza no provee nadie más lo hará. Si algo se logra es con práctica, mucha práctica, especialmente en situaciones reales, en las que el otro intente borrarle la cara para extinguir las miradas desafiantes.

En esta familia de apatía profunda y de violencia explícita, el padre funcionaba como Suiza en la Segunda Guerra Mundial: no participaba. Sin embargo, eso sí, cumplía muy bien con mantener la heladera abastecida.

Mariana dejó de tenerse lástima cuando empezó a menstruar. Quizá no tenga que ver una cosa con la otra, pero cronológicamente fue así.

Aunque era un poco más baja que sus hermanos, tenía muy desarrollados los reflejos. Es probable que ella supiera el recorrido de los golpes, milisegundos antes de que el emisor pensara en ellos. Cuando la masa de carne y huesos partía hacia la hermana, la destinataria ya sabía, a pura intuición, si debía atajarla, agacharse, quebrar la cintura, girar inclinándose hacia atrás como un muñeco involcable. Más aún, ella propinaba la respuesta destructiva, sumando su propia fuerza con el impulso del agresor.

La madre admiraba el temple inconmovible de su hija, aun cuando la furia de los muchachos se presentara en el momento más inesperado y traicionero.

Si bien la heladera se mantenía llena, a veces el padre caía en la necesidad de beber alcohol un poco de más. La esposa no tenía fuerza ni para criticarlo.  Mariana lo ayudaba a entrar, a subir las escaleras, a desvestirse para acostarlo hasta que se le pasara el deseado efecto de distorsionar la realidad. Los dos hijos varones colaboraban insultándolo de la mejor manera, si consideramos que ese era el método que ellos conocían para hacerlo reaccionar y que abandonara el alcoholismo.

Este método nunca dio resultado pero, paradójicamente, es el que utilizan los familiares de casi todos los alcohólicos.

Cuando la mamá falleció, y el padre fue despedido del empleo, y los hermanos menores se fueron a vivir solos en otro barrio, Mariana, jefa de hogar, tuvo que buscar trabajo.

Por recomendación de un político amigo del padre, fue tomada como empleada doméstica por un matrimonio de extranjeros de mediana edad.

Diariamente llamaba por teléfono al papá y, por la conversación, evaluaba la cantidad de alcohol en sangre que tenía a esa hora de la mañana.

Antes de que se cumpliera el mes, Mariana oyó cómo sus empleadores peleaban, discutían, se insultaban y también los inmediatos jadeos frenéticos de una mujer que goza del sexo como si el planeta estuviera deshabitado.

El hombre era maleducado, grosero, prepotente…, pero, si a la esposa le gustaba...

En cierta ocasión llegó de visita el hermano de la señora de la casa, quien a su vez hacía negocios con el esposo.

Todo transcurría normalmente; la empleada servía lo que le pedían. Pero la conversación de los hombres comenzó a subir de tono. Mariana hizo una mueca de disgusto porque le dificultaban escuchar un programa de televisión que miraba en la cocina.

De discusión pasó a batahola, se integraron los gritos de la dueña de casa, se sumaron vidrios rotos y hasta se sintieron algunos golpes de humanos contra humanos.

Mariana se asomó al living, vio que el dueño de casa yacía desmayado, que la señora sangraba por los golpes propinados por su hermano y todo se convirtió en una reedición de su vida familiar.

Un brutal golpe de puño en el pecho del visitante lo dejó sin aire, se desorbitaron sus ojos y, trastabillando, ganó la salida. Luego, la empleada se dedicó a curar las heridas de ambos cónyuges y, cuando estos se retiraron temblorosos al dormitorio, pudo terminar de ver el Show de Don Francisco.

(Este es el Artículo Nº 2.258)