domingo, 26 de octubre de 2014

¡Oh, estos rusos!


 
El uso del lenguaje participa, no solo en la comunicación sino también en la aceptación o rechazo del hablante. En este relato de ficción se plantea una situación irreal pero metafórica de ese rechazo a quien habla o escribe de forma diferente.



Estuvieron varios meses planificando el viaje a Rusia. Después de un tiempo alguien dijo:

— ¡¡Pero, che, es más divertido planificar un viaje que hacerlo, jajaja!!

Todos rieron a coro porque pensaban lo mismo. Además, las abundantes cajas de pizza y de cerveza que consumían mientras planificaban el viaje eran mucho más baratas que el pasaje aéreo, los impuestos, el hotel, los taxis...

Mariana estaba particularmente entusiasmada porque ella adoraba Rusia, su gente, su historia, la arquitectura, el arte, los siglos de gobiernos totalitarios, el sufrimiento del pueblo, el frío confabulado con el hambre. Los rusos, para ella, eran el mejor ejemplo de resiliencia, de acero humano que se endurece con el batir de las peripecias.

La muchacha había llegado al extremo de estudiar el idioma como para leer los cuentos folclóricos en su versión original. Los otros tres confiaban en ella. En cuestiones de movilidad y de comunicación, Mariana sostenía un liderazgo discreto, sin imponerse, pero era obvio que la muchacha tenía las respuestas a la mayoría de las preguntas. Parecía Wikipedia.

Cuando terminaban cada reunión, ella y su compañero se iban a la cama a seguir conversando, muchas veces sin lavarse los dientes.

Mariana amaba a Iván. Él no se hizo un tatuaje para reafirmar su amor: se tiñó el cabello y la barba de un color caoba rojizo porque para ella así eran los rusos más adorables.

El viaje comenzó. Salieron los cuatro desde el aeropuerto de Carrasco (Uruguay). La amiga, muy aprensiva, consideró que el clima oscuro era de mal presagio, pero la única fecha en que podían viajar coincidía con un eclipse casi total de sol. Nadie le prestó atención a ese fenómeno cosmológico, pero la muchacha estuvo a punto de arruinarles el viaje con alguna actitud negativa. Finalmente partieron.

Cansadísimos por tantas horas de vuelo, llegaron a Moscú. La oscuridad era similar a la de Uruguay, el aire estaba frío, pero el humor y los abundantes preparativos les aportaron el buen ánimo que la situación requería.

Subieron a un taxímetro. Iván y el otro joven no paraban de hablar, de hacerse bromas. El conductor, sin mirarlos, extendió una mano enguantada como para que le dieran por escrito la dirección del hotel al que tendría que llevarlos.

A poco de salir de la zona les extrañó que nadie anduviera por las calles. Tampoco había vehículos, ni circulando ni estacionados. Tampoco sabían si estaba amaneciendo o anocheciendo. El coche avanzaba con cierta velocidad, tomando giros un poco bruscos. Los muchachos sintieron un ambiente opresivo. La más temerosa quedó pálida, la otra parecía tranquila.

Llegaron al hotel, se bajaron. Mariana se acercó al chofer para pagarle y se dio cuenta que este no estaba. El corazón se le congeló. Para no alarmar a los compañeros, dijo algo en ruso y entonces la imagen del chofer de guantes se le apareció completamente nítida. Le preguntó por el valor del viaje mostrando unos cuantos rublos, el hombre dijo un número, ella pagó.

Al intentar trasponer la puerta del hotel algo los detuvo con firmeza. Mariana dijo: «Buenos días», en ruso, y un botones ganó nitidez de forma casi inmediata, respondió el saludo y los dejó ingresar.

La situación se repitió constantemente hasta que regresaron.

Iván resumió la experiencia diciendo entre risas:

— Para estos tipos, si no hablás en ruso, no existís.

(Este es el Artículo Nº 2.243)

domingo, 19 de octubre de 2014

Los padres biológicos



 
Este relato refiere a nuestras preocupaciones sobre el origen de nuestra existencia individual y sobre la angustia que suelen provocarnos los deseos sexuales de la adolescencia.

Cuando cumplí nueve años mis padres se separaron. No hubo gritos, ni golpes, ni vidrios rotos, como en la casa de mi novia. ¡Ella sí que pasó mal con el divorcio de sus padres!, aunque es bueno reconocer que de a poco volvió la normalidad a su vida. Siempre me dice que es mejor que los padres se separen antes de verlos, y sobre todo, oírlos exhibiendo lo peor de la especie.

Aunque mis padres eran y son buenos conmigo, no fue mucho lo que extrañé con la separación. Debo decir que prefiero a mi mamá aunque no tengo nada que reprocharle a mi padre. Son dos buenas personas, aunque mamá es increíblemente seductora. Con todos, no solo conmigo.

Con sus 42 años, logra que los hombres se den vuelta para mirarla, que devoren con los ojos los senos vibrátiles, ni-grandes-ni-chicos. La cara es preciosa, divertida. Parece hablar con la mirada, parece acariciar con la sonrisa, parece desfilar cuando camina.

Aunque prefiero vivir con ella a vivir con mi padre, a veces tengo que escaparme al apartamento de mi novia porque hay cosas que me cuestan soportar.

Cuando se divorció consiguió un trabajo en el Instituto Nacional de Ópera, ubicado en un edificio suntuoso. Ocupa, ella sola, una oficina principesca, llena de obras de arte, de alfombras carísimas. La mesa escritorio es enorme y el sillón la convierte en una reina.

Sin embargo, desde hace unos meses comenzaron a llegar a nuestro apartamento algunos señores de voces llamativas, sonoras, graves, suaves, y con dicción impecable. Por algún defecto en la construcción del edificio, los sonidos del dormitorio de mi mamá son discretamente audibles desde el mío.

Sentí una oleada de calor en la cara cuando oí el primer sonido de goce animal proferido por un barítono. A mamá no se la oía pero fue entonces que huí abochornado al apartamento de mi novia.

Cuando algo similar volvió a ocurrir, busqué la oportunidad para establecer una rutina:

— Mamá, cuando pienses venir con alguno de tus amigos, comentámelo así combinamos algo con mi novia y no caigo en su casa sin avisar—. Estuvo de acuerdo aunque quiso saber la causa. Alegué un motivo tan trivial y falso que ya lo olvidé.

En nuestras conversaciones mencionaba mucho a un tenor y llegué a pensar que era su favorito. Me caía bien ese hombre, quizá porque se parecía un poco a mi padre y otro poco a mí.

Todo anduvo bien hasta que el acuerdo con mi madre fracasó por un olvido de ella.

Se ve que el tenor entró al apartamento sin que yo lo sintiera. Ellos no se dieron cuenta que yo estaba en mi dormitorio, y cuando salí de él para ir al baño, vi que el hombre, arrodillado, le practicaba una fellatio a la que, hasta ese momento, creí que era mi madre.

Ellos no se enteraron que los vi. Entré nuevamente a mi dormitorio y lloré. Desde aquella increíble revelación no paro de preguntarme. No paro de preguntarme una y otra vez. No paro de preguntarme: ¿quiénes son en realidad mis padres biológicos?

(Este es el Artículo Nº 2.242)

domingo, 12 de octubre de 2014

Mariana y sus hermanas



 
Las mujeres no solo son agresivas cuando defienden a sus hijos sino que también pueden serlo cuando desean gestarlos.


 
Marianita fue una buena alumna de sus hermanas. Las tres se encerraban en el dormitorio de la mayor y hacían mesa redonda sobre cómo enamorar a los hombres.

La del medio tenía información confiable porque cambiaba de novio con frecuencia. La mayor, sin embargo, aportaba ideas conservadoras, y resultaba creíble porque cada uno le duraba dos o tres años, hasta que ella misma decidía abandonarlos.

A los once años, Marianita experimentó lo que había oído tantas veces: una extraña pero agradable sensación en la vagina, los senos y, sobre todo, en las fantasías.

Fue así que, sin decirles nada, la pequeña comenzó a observar discretamente la casa donde vivía un sujeto de pésima fama, horrible vestimenta y modales propios de una educación ausente.

No es que ella quisiera retacear información a sus hermanas, pero tenía el presentimiento de que no la entenderían, de que considerarían que aún era muy chica para seducir a un hombre y de que, casi con seguridad, intentarían supervisarla con actitud maternal.

Mariana había sido advertida sobre la omnipotencia que suelen padecer algunas mujeres inmaduras, cuando desean a un varón para padre de sus hijos y suponen que él caerá de rodillas ante la más sutil convocatoria.

Una tarde, cuando ella suponía que el individuo estaría solo, probablemente durmiendo la siesta, se vistió de forma desprolija, con ropa que la madre ya había separado para donar, se puso una pizca de perfume en los muslos, y golpeó en la casa del futuro padre de sus hijos.

El desagradable, creyendo que era una pordiosera, abrió e intentó cerrarle la puerta en la cara, pero ella trancó la maniobra interponiendo su pie.

— Dejame entrar—, le dijo con serenidad.

El grandulón modificó la intención y soltó el pestillo para que la mujer decidiera. Entró.

— ¿Te gustan las mujeres?—, le dijo como para romper el hielo.

— ¿Vos quién sos? ¿Qué hacés acá? ¿Quién te mandó venir?—, dijo el hombre, notoriamente nervioso por una situación inesperada.

— Soy la adivina que vive en la otra cuadra y vengo a decirte que vas a ser el padre de mis hijos.

El hombre sonrió por el costado, escéptico, desencajado, tratando que la cara obedeciera su necesidad de ser burlón.

— ¿Me vas a fecundar o es que no te gustan las mujeres?—, dijo Mariana, acariciando con actitud masculina un seno del hombre.

Se quitó la larga camiseta que llevaba por única prenda, acarició el incipiente bulto como si en realidad fuera una vagina y notó, con indisimulada satisfacción, que al grandote quizá le gustaran las mujeres.

Como si lo hubiera ensayado durante años, extrajo el pene casi duro, empujó a su dueño para que cayera sobre un sillón Berger, lo montó y se movió con tal furia que la eyaculación no tardó en ocurrir. Se bajó del sorprendido semental, se acostó sobre una alfombra y le ordenó:

— Ahora besame los muslos.

El hombre no se movió. Quedó mirándose el pene que perdía tamaño, fuerza, valentía, agresividad, hasta convertirse en un niño bueno que deja de hacer travesuras para dormir la siesta porque se lo pidió la mamá.

(Este es el Artículo Nº 2.241)

domingo, 5 de octubre de 2014

La memoria de Mariana Funes



 
Mariana sufre como el personaje de Jorge Luis Borges, Funes, el memorioso. En este caso, la muchacha es excesivamente minuciosa y extraña con desesperación cada cosa que alguna vez estuvo en contacto con ella.



Mariana Funes nació y se crió en un paraje agro ganadero del Departamento de Río Negro, en Uruguay.

La escuela solo distaba media legua de su casa. Eran tan pocos los alumnos que, cuando alguno de ellos estaba resfriado o con tos, la maestra iba a la casa del enfermito con los otros niños. Según ella, así se vacunaban todos y el portador del virus no se agravaba tomando frío.

En esa pequeñísima población, Mariana era famosa por sus dibujos. Necesitaba muchas horas para hacerlos. La niña comenzaba a poner detalles y más detalles y más detalles, tantos, que se desdibujaba el conjunto. Pongo por caso: si dibujaba a su mamá, perfeccionaba incansablemente algún detalle de su ropa, un botón por ejemplo, hasta agotarse y terminar el resto del contorno con una circunferencia envolvente que representaba el cuerpo entero.

Cierta vez llegó a su casa un hombre joven que vendía viajes. Traía muchos libros con láminas multicolores y fascinantes.

Las tareas del establecimiento cesaron por completo para que, debajo de un ombú, se sentaran adultos y Mariana a mirar aquellos ríos, cielos, bosques, ciudades, gente extrañamente vestida, vehículos insólitos porque no eran tirados por caballos.

La niña de 14 años se enamoró del viajero vendedor de viajes y el hombre no pudo seguir recorriendo potenciales clientes. Ahí se quedó a vivir porque la niña se lo pidió a su mamá, esta se lo informó al esposo, y no se habló más del asunto. La familia se agrandó con el yerno, incansable conversador, entretenido contador de anécdotas de culturas lejanas.

A los 16 años, Mariana aun no había quedado embarazada. Eso los apenó a todos, pero mucho más los entristeció cuando el joven esposo no despertó. «Pasó de un sueño al otro», se decía en la zona.

La viuda no pudo hablar por muchos días. Solo dibujaba obsesivamente al difunto: un bigote, los cordones de las botas, la uña del pulgar.

Como a los dos meses llegó un señor muy bien vestido. Venía en un carro lujoso y sin caballo. Se presentó como el escribano Alcides Rodríguez Monegal. Les pidió realizar una reunión. Juntaron las sillas necesarias debajo del ombú y agregaron una mesa que nunca pudo apoyar las cuatro patas sobre lo desparejo del terreno. Con aire solemne, el recién llegado extrajo unos papeles del portafolio y leyó el testamento.

En pocas palabras, Mariana al enviudar se convirtió en propietaria de varios castillos ubicados en Portugal, España y Francia.

La heredera demoró cerca de dos años para emprender un viaje y tomar posesión de sus propiedades. La maestra, ya jubilada, se convirtió en la compañía imprescindible de la muchacha.

Primero recorrieron Lisboa y se presentaron en el castillo ubicado a pocos kilómetros de la zona urbana. Mariana hacía profusos dibujos en servilletas: una alcantarilla, un porta rollo del baño del aeropuerto, el bolígrafo del recepcionista del hotel.

Saliendo para Madrid, la muchacha tenía el ceño fruncido. La maestra nunca la había visto con ese gesto. El ánimo comenzó a empeorar cuando el avión partió. Llegaron al hotel casi a medianoche. La viuda estaba agitada, pálida, con manos frías.

A la mañana siguiente, Mariana se desvaneció. Cuando logró recuperarse pidió para volver a su casa. Se agarraba la cabeza con las dos manos para evitar que estallara.

La maestra logró serenarla y entre sollozos la muchacha le dijo:

— ¡No puedo soportar más la ausencia de tantos detalles! En Lisboa faltaron los detalles de mi hogar y acá, en Madrid, faltan los detalles de mi hogar y los detalles de Lisboa.

(Este es el Artículo Nº 2.240)