domingo, 29 de junio de 2014

Sueños perfumados



 
«Los hijos son una lotería», repetía Lucía, a quien quisiera escucharla y también sola, cuando se enfrentaba a los inquietantes cambios de humor de su única hija, Mariana.

Esta niña cantaba, encerrada en su dormitorio,  al compás  de sus manos femeninas, grasientas y con uñas sucias.

La irritabilidad de los padres y de los vecinos la obligó a forrar las paredes, techo y piso con cuadernos, a modo de aislante acústico. Lo embadurnó todo con explosivo desatino.

Mariana amaba su propia voz. Alcanzaba tonos tan graves y lúgubres como ninguna mujer podría lograrlos, pero los perdía cuando era obligada a bañarse.

Según explicó un tío que sabía de todo, al tensarse por el enojo, las cuerdas vocales abandonaban el timbre grave para transformarse en un agudo violín que exasperaba a la muchacha convirtiéndola en una enajenada.

«Los hijos son una lotería», repetía Lucía, aunque convencida de que todos tenemos algo de nuestros ancestros, aunque segura de que todo se hereda de alguien, aunque se lo ubique en una remota generación; pero esa voz masculina en una niña, que por lo demás era tan femenina, no tenía antecedentes ni en las familias de sus padres ni en la gran familia de la especie humana.

La esposa del tío sabelotodo le dijo a Lucía que el caso merecía ser analizado por algún experto en canto. Los que fueron consultados prometieron escuchar a Mariana, pero finalmente nunca hicieron alguna de las visitas anunciadas.

Cuando Mariana tenía 16 años salió del dormitorio y, para sorpresa de los padres, pidió champú, jabón, toalla, ropa limpia.

¿Qué estaba pasando? ¿Mariana quería bañarse? Parece que sí.

Con energía frenética, la muchacha puso en orden su caótico dormitorio y se bañó. Recibió un mensaje en el celular, corrió a abrir la puerta e hizo entrar a un muchacho pelirrojo, alto como ella, con un bajo eléctrico sin funda. Encorvado, con los ojos ocultos tras la ensortijada cabellera.

Al pasar junto a los padres dejó saber que él tampoco usaba antisudoral.

Se encerraron en el dormitorio de Mariana y comenzaron a discutir con fiereza. La voz más aguda de él la regañaba por el olor a champú. Los padres se miraban. Los muchachos bajaron la gritería y comenzó la voz cavernosa de Mariana, al compás de sus palmas y algunas notas del bajo.

Los padres seguían mirándose. La somnolencia se hizo presente en forma incontrolable. Los párpados pesaban. Tomados de la mano para sostenerse mutuamente se sentaron en un sofá que los acompañaba desde que eran novios.

Continuaron monótonas, la voz, las palmas, las notas graves. Continuaron monótonas, la voz...

Los adultos se durmieron sentados: hombros que caían, manos que colgaban, mentones que se hundían.

Bum, bum, bum, dong, dong, dong, pao, pao, pao, clap-clap, clap-clap, clap-clap, el proceso onírico de los durmientes se desplegaba en recuerdos, fiestas, sentimientos, risas, caricias, bum, bum, bum... Deliciosas fragancias, primorosos inciensos, lavanda, rosas, violetas, jazmines, té, cedro, canela. Bum, bum, bum, dong...

Lo grave y lúgubre es que la fetidez humana sueñe con perfumes ideales.

(Este es el Artículo Nº 2.227)

domingo, 22 de junio de 2014

La energía propia



 
Quienes en la familia Valle hayan tenido la suerte de llamarse Lorenzo (Lorenzo Valle), tuvieron y tienen el inmenso honor de llevar las riendas de una dinastía rica en dinero y en responsabilidades políticas.

Desde 1870, todos los Lorenzo Valle han tenido que administrar una gran fortuna económica a la vez que cumplir con responsabilidades de gobierno.

Nunca ocurrió que algún Lorenzo Valle solo fuera diputado: siempre fueron senadores y dos de ellos fueron presidentes de la república.

Además del dinero y de las responsabilidades de gobierno, los Lorenzo Valle tuvieron que vérselas con la perpetuación del símbolo más complejo de la dinastía: un grupo electrógeno, generador de la electricidad necesaria para alimentar, a todo confort, el elevado nivel de vida de la gran familia.

Ese aparato fue importado por el primer Lorenzo Valle desde Alemania y él mismo lo armó.

La gente envidiaba con fuerte pasión aquella manzana que por las noches refulgía como dicen que destella Paris, «la Ciudad Luz».

Ya en 1920, las enormes edificaciones, iluminadas centralmente por el referido equipo generador, se elevaban tres pisos, con varios ascensores, puertas y portones automáticos y otros dispositivos que ningún Lorenzo Valle dejó conocer para que los ladrones tuvieran especial precaución en invadir un territorio celosa y misteriosamente protegido.

El senador Lorenzo Valle se enteró de una noticia que le hizo fruncir el entrecejo: el partido de la oposición estaba gestionando la instalación de una mega usina eléctrica, que le daría el preciado fluido a todo el pueblo.

Cuando el proyecto estuvo redactado, una comisión le pidió una entrevista al senador Lorenzo Valle, seguramente para pedirle el voto de su partido y así facilitar la aprobación legislativa.

No, no era ese el motivo de la reunión.

Esta comisión quería que la prestigiosa dinastía depusiera el uso de su emblemático generador a fueloil y aceptara convertirse en el cliente número uno de la nueva empresa estatal.

No sabía nuestro personaje todo lo que en su psiquis estaba vinculado a esa herencia tecnológica.

Perdió el sueño. Se dio cuenta cuán dependiente era de poseer aquella autonomía energética. Para toda la familia era vital el autoabastecimiento de tan preciado elemento. Toda la familia se enteró cuando aquella propuesta cayó sobre los líderes. Surgieron argumentos en contra de la más variada índole, furia, necedad e inteligencia.

El yerno mejor preparado viajó a Estados Unidos y a Europa buscando formas de modernizar aquel antiguo e indestructible generador. Llegaron a manejar la idea de que fuera la familia Valle la que comprara más aparatos para convertirse en la usina del país.

La ansiedad por conservar el autoabastecimiento los llevó a duplicar la apuesta. No solo rechazaron la oferta de ser los primeros usuarios de la electricidad estatal sino que, beneficiados por la buena suerte, se enteraron que debajo del enorme terreno que ocuparon por varias generaciones circulaba una corriente de agua subterránea apta para el consumo humano.

En definitiva, no solo compraron otro generador más moderno sino que también instalaron una purificadora de agua, con lo cual dejaron de abastecerse con la que suministraba el estado.

Cuando todo esto quedó resuelto, instalado y funcionando a satisfacción, se hizo un festejo en el centro de las construcciones.

Sin embargo, los números empezaron a ser negativos. El último descendiente encontró que ya no era rentable el autoabastecimiento. Las empresas del estado lograron mejorar su eficiencia y pudieron ofrecer un servicio confiable y a buen precio.

Bajo esta nueva realidad, se resolvió abandonar las instalaciones eléctricas y purificadoras de agua, para conectarse a las redes estatales.

Un periódico publicó una entrevista al joven Lorenzo Valle, haciendo especial hincapié en la evolución de la familia. En esa ocasión, Lorenzo Valle comentó:

«Ahora podemos confiar en los proveedores estatales de electricidad y de agua potable. En lo que continuamos arreglándonos como podemos es en enfrentar el temor al dolor y a la muerte. Dios es un proveedor tan ineficiente que ni siquiera logra existir.»

(Este es el Artículo Nº 2.226)

domingo, 15 de junio de 2014

La decisión de una mujer aburrida


Desde que fallecí, hace ya varios años, mi amada hija anda tropezando por la vida.

Mi primo me dice que ella tropieza porque todos los seres vivos tropiezan, pero insisto: ella tenía devoción conmigo. Sé cuánto me lloró y estuve ahí cuando le contó a su analista que hubiera preferido la muerte de la madre en vez de la mía.

Lo primero que hizo fue hablar con una de sus amigas sobre cómo estudiar para monja. Esta joven más bien le contó cómo se había desilusionado de los sacerdotes y hasta de Dios.

Cuando se convenció que un noviciado no era para ella, ingresó como militante en una célula hiperactiva del Partido Comunista. En ese caso sentí una especie de remordimiento porque yo siempre había hablado a favor de la izquierda, pero lo hacía porque entre nuestros amigos era bien visto tener estas ideas y porque a la familia de mi viuda le ponía los pelos de punta. Toda la vida voté a los seguidores de Abelardo Guzmán que si algo no era, era ser de izquierda.

Casi la llevan presa por participar en una manifestación estudiantil y se asustó tanto que tuvo que entrar en análisis. Eso me pareció bien porque yo también me analizaba con una anciana lacaniana maravillosa, que clarificó mis ideas.

No sé si le gustan los hombres, las mujeres o ambos. Lo cierto es que sus relaciones son más bien experimentales, practica un sexo recreativo, aunque los tipos se vuelven bastante locos por ella. El cuerpo que tiene es muy atractivo. Algunos disfrutan invirtiendo en ropas, peluquerías, maquillajes, para exhibirse en su compañía. Ella pronto se aburre y los abandona.

Les cuento todo esto porque ayer, un hermoso domingo de otoño, rechazó una invitación que parecía divertida para visitar enfermos en el Hospital Licandro.

Se la notaba dispuesta a pasar lo peor posible. Era obvio que se trataba de un paseo auto flagelante, masoquista, inútil.

Deambulaba por los corredores, tratando de encontrar algo que la sacara del profundo aburrimiento, cuando al pasar por una sala del sector masculino le llamó la atención que solo una cama estuviera ocupada.

Allá fue mi Marianita. Saludó al paciente, un anciano de ojos tan viejos que ya estaban casi totalmente celestes. Le pidió permiso y se sentó en el borde de la cama.

— ¿Por qué estás acá?— le preguntó ella, como si fuera una integrante de la tripulación del nosocomio.

— ¿Usted quién es?—, preguntó el hombre, con tono avergonzado, temeroso.

— Me llamo Mariana. Estaba aburrida en mi casa y quise pasear en este hospital. Miré, vi que estabas solo y se me ocurrió charlar contigo.

El hombre quedó pensativo, mirándola, con las manos apoyadas sobre el estómago. Hizo algunos gestos con la nariz y la boca y comenzó a hablar.

— Hace un mes que me curé pero como no tengo a dónde ir, las muchachas me van dejando, no sé hasta cuándo.

— ¿No tenés familiares?—, le interrogó tomándole la mano, y le llamó la atención la suavidad y la tibieza.

— Sí y no. Calculo que tengo más de 15 hijos, pero mis piernas fueron mi perdición.

Mariana frunció el entrecejo, extrañada. Él siguió.

— Cuando era casi adolescente, entré a un baile de adultos, vi a una mujer sola, de pie, muy bien vestidita, moviéndose sin compañero. La tomé por la mano y ella me siguió. Luego bailamos, hice todo lo que quería con ella. Me comporté como un hombre que sabe dar órdenes al compás de la salsa. Ella se movía como un ángel. En poco rato pude declararla de mi propiedad, con gestos autoritarios, armónicos. Yo mismo veía todo eso que salía de mí y también veía el efecto hipnótico que le provocaba. Con ella debuté sexualmente. Sentí en mi piel lo que provoca una mujer enamorada con el hombre que eligió para padre de sus hijos.

— ¿Y?—, mi Marianita no pudo disimular su fascinación.

— Ella quedó embarazada y tuve que abandonar a mi madre porque mis cuñados y suegros me querían matar. Eso me pasó una y otra vez. Fíjate, tengo casi 80 años, soy indigente, tengo hijos por todos lados, casi ninguno de ellos sabe dónde estoy, aunque me las he ingeniado para hablarles sin darme a conocer. Nací en Costa Rica, viví en Colombia, en Argentina y ahora estoy acá, viviendo de la caridad de la gente, sobre todo de las mujeres.

Me di cuenta que en Mariana estaba creciendo una interrogante crucial para su existencia, pero no me daba cuenta qué estaba pensando exactamente.

Con los ojos llorosos, le dijo al anciano: «Ya vengo». Fue a la administración, habló con una nurse y cuando volvió, le dijo al hombre:

— Vamos para mi casa. ¿Te gustaría compartir la pobreza conmigo?

El anciano pensó como si tuviera otras opciones, pero sin decirle nada, comenzó a vestirse y allá salieron en un taxi rumbo al apartamentito de mi adorada hija, que seguramente estaba tratando de encontrar a alguien que me remplace. No le va a ir bien. Sé que este será otro fracaso de ella. Este es un embaucador, vividor, vago, proxeneta fracasado. Se va a meter en un lío del que no podrá salir así nomás. Le va a ir mal. Estoy seguro.

— ¿Además de engreído, celoso?—, dijo la voz del primo.

(Este es el Artículo Nº 2.225)


domingo, 8 de junio de 2014

Las historias de Mariana





 Roberto era uno de los tantos hijos de Raquel, la esclava por opción del establecimiento agropecuario El Bosque.

Raquel sabía que no tendría problemas económicos si tenía muchos hijos porque el dueño del establecimiento había dicho a quien quisiera escucharlo: «Lo único que le pido a Dios es que Raquel se muera después que yo».

Roberto salió con la piel casi negra y el cabello rojo.

Nadie anduvo haciendo averiguaciones sobre la paternidad del niño y pronto se instaló la leyenda campera, según la cual había sido fecundado por dos varones diferentes, seguramente el mismo día, y más seguramente aún, un domingo de tarde: todos sabían que a ella le venía una profunda tristeza y que, en ese estado, amaba a todos, preferentemente a varones inquietos.

Así de inquieto nació Roberto. En los últimos meses de embarazo, la gente venía a acariciar el vientre de la madre para emocionarse con las insólitas piruetas que hacía el futuro negrito pelirrojo.

Mariana era la hija única de una empleada del establecimiento que compartía las tareas con la madre de Roberto.

Estos niños eran amigos, tanto jugaban al fútbol como a los doctores. A la niña le gustaba ser golera o paciente, dependiendo del humor de Roberto quien, además de muy inquieto, también era autoritario.

A Mariana no le gustaba que le dieran órdenes, ni siquiera la mamá, pero Roberto tenía tanto sentido del humor que, entre bromas, chistes y monerías, terminaban jugando a los doctores o al fútbol cuando él quería.

La niña era muy imaginativa y aprovechaba la ingenuidad de su amigo para contarle historias tan insólitas que lo espantaban. En todos los cuentos había seres malignos que se devoraban a los niños traviesos. Roberto le creía, se angustiaba, tenía pesadillas.

Uno de esos cuentos refería a un misterioso bosque, del que nadie había podido salir. Para peor, ese bosque estaba ahí, detrás de una loma. Cuando lo miraban desde lejos, ella lo aterrorizaba diciéndole cómo era por dentro: caluroso, húmedo, movedizo. El propio camino hasta la densa enredadera que cubría la parte exterior, era inestable. Apenas pisaban una parte del terreno, se notaba que la tierra era blanda, flexible, mullida.

El pensamiento afiebrado del pequeño Roberto lo torturaba cada vez más. Lo impulsaba a tomar el riesgo de avanzar sin detenerse, sin importar nada, venciendo al miedo como si estuviera loco, drogado, poseído por un espíritu alienante.

Y así lo hizo cierta vez que Mariana lo excitó con demasiadas bromas sobre la pequeñez, la cobardía, sobre la piel negra con el cabello rojo, comentándole cuánto le gustaban a ella los varones valientes, audaces, decididos.

Empujado por su precoz hombría de 14 años, sintió cómo las piernas lo llevaron hacia la enredadera, con la sensación de que el pasado lo empujaba hacia el futuro, inhibiéndolo de volver atrás. Cuando comenzó a pisar el terreno tierno, quiso retroceder pero la pared invisible del pasado se lo impidió.

Arrastrándose por un orificio pegado al lodo, logró traspasar la densa maya de fibras ensortijadas.

El pasado seguía empujándolo, la oscuridad fue total aunque un arcoíris de perfumes parecía llenarle el interior de la cabeza. Para su sorpresa, no tuvo miedo sino más curiosidad.

Sintió que avanzaba por una caverna tubular, con paredes suaves, húmedas y flexibles. Todo el recinto se movía y se agitaba con fuerza cuando él se apoyaba para no caer.

Finalmente llegó al fondo, los movimientos sísmicos ondulatorios se intensificaron. Lo envolvían vapores perfumados y acariciantes. Se divirtió tocando las paredes, el piso, el techo, el fondo. Al hacerlo los temblores aumentaban la diversión. Se sintió como en una hamaca sobrenatural.

Cuando el interior del bosque se aquietó, Roberto salió al exterior, encandilado por el cambio de luminosidad.

Corrió hacia Mariana a contarle su historia, pero la mirada de la muchacha era pícara, como si supiera lo que él venía a contarle. Roberto también sonrió, quizá entendiendo que esta aventura la habían tenido juntos.

(Este es el Artículo Nº 2.226)