sábado, 24 de febrero de 2007

Semántica barrial

Todo en mi infancia fue aprender, curiosear, preguntar, observar, sacar apuntes mentales. Tuve la suerte de convivir con personajes de una sabiduría monumental.

Recuerdo por ejemplo al hermano de mi amigo Enrique, un flaco muy callado, que solía desaparecer por unos meses y reaparecer aún más flaco y callado. Este inescrutable personaje me enseñó que nada es verdad ni es mentira, así como también que uno no debe creer en nada de lo que le dicen y sólo en la mitad de lo que ve.

Este flaco-cayado se practicaba a la mosqueta en la puerta de la casa (que por ser muy chica para el familión que alojaba, obligaba a sus moradores a realizar en la vereda la mayor parte de sus actividades). Nosotros apostábamos de jugando y él jamás perdía. Nunca pude dilucidar ni este misterio ni este otro: cuando jugábamos al truco, se daba el lujo de realizar las primeras intervenciones sin mirar sus cartas.

Pero mi padre sí que fue un verdadero modelo y lo copié en casi todo lo que pude. Influyó mucho en mi formación y es para mí una verdadera misión defender su imagen ante todos quienes lo conocieron y no se cansan de difamarlo.

Recuerdo por ejemplo que un día casi lo atropella un ómnibus por intentar besarle el cuello a una transeúnte que podría haber sido su hija. Veloz como un rayo anotó la matrícula del rodado y se jugó a la quiniela el dinero que tenía para pagar alquiler.

Con la ganancia, canceló esa deuda con multas más recargos y le alcanzó para mudarnos del Cerrito de la Victoria a Punta Gorda —siempre como inquilinos, por supuesto—.

Eso me significó un brusco cambio de hábitos, paradigmas, escalas de valor y colegio: de la escuela pública 137 (ubicada en José Serrato) a uno de monjas muy pituco. Fue ahí donde me enteré que «happy end» no significa «glande» como pensábamos en el Cerrito sino «final feliz».

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sábado, 17 de febrero de 2007

Cuando salta la térmica

Paciente — … esta es la cuarta vez que entro en terapia. Y siempre es porque la psicóloga me deriva a un colega alegando tener problemas de agenda, porque viaja, porque quedó embarazada, porque mi caso lo puede atender mejor fulana. No sé: no entiendo que está pasando.

Psicóloga — ¿Cuál piensa usted que sea esa razón?

Paciente — ………… no sé. Es una cosa rara. Recuerdo que cuando yo era adolescente, en el Elbio Fernández me hicieron un test psicológico y dio que yo tengo rasgos obsesivos e inteligencia superior a la media ………

Psicóloga — ¿Ese podría ser el motivo de las múltiples derivaciones?

Paciente — No. No creo. La verdad que no se me ocurre. Le digo todo esto porque estamos entrando en el octavo mes de terapia y casualmente todas esas derivaciones se produjeron más o menos a esta altura del tratamiento y tengo miedo que usted también me derive.

Psicóloga — ¡Quédese tranquilo que eso conmigo no le va a suceder! En mi larga experiencia he tratado a muchas personas con estructura neurótico-obsesiva y tengo la satisfacción de decirle que todas obtuvieron mejorías realmente importantes. Me atrevería a hablar de curaciones.

Paciente — Ahora me acuerdo que un brujo brasilero que me tiró las cartas me dijo que yo padecía una rara perversión consistente en que cualquier discurso omnipotente me transforma en un sexópata descontrolado.

Psicóloga — ………

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sábado, 10 de febrero de 2007

No me malinterpretes

¡No sabés lo que son las psicólogas como amantes! Estuve saliendo con una que se ve que el marido la tenía abandonada por completo porque no sabés la calentura que tenía encima. Pero eso sí: ¡Qué tetas hermano! Igualitas a las de Yésica. ¿Te acordás de aquella que estuvo arreglada conmigo? ¿Que le decían «Mucama lenta» porque en la escuela no pudo pasar de cuarto?

Al tiempo de estar saliendo, la psicóloga ya me tenía repodrido con las interpretaciones. Todo lo que yo decía era objeto de una opinión psicológica absolutamente descabellada. Te tiro una por ejemplo: Ella decía que yo trabajo doce horas diarias porque el taxi para mí es el pene de mi padre al que quiero manejar. ¿Te das cuenta qué piantada? ¡Ni se le ocurría pensar que para bancar a mi mujer, a mis hijos y a mi suegra me tengo que romper el lomo! Estaba más loca que una cabra. Ahí empecé a entender por qué el marido no le daba bola: ¡Lo tendría harto con su terapia-sin-demanda! Ella decía que él era un aburrido, que se la pasaba mirando fútbol en la televisión.

Antes de los dos meses ya no sabía cómo sacármela de encima porque parábamos de coger sólo para que yo descansara un poco y en esas interrupciones ¿qué te parece que hacía la tipa? ¡Por supuesto! Me psicoanalizaba. Vos sabés que como no le decía nada la mina se empezó a creer que estaba remetido con ella, entonces un día, con un aire de mujer fatal que no le pegaba ni con cola, va y me plantea:

— ¡Qué callado que sos! Nunca me decís si pasás bien conmigo.

¿Viste esos momentos de lucidez anual que suele tener uno? Le puse cara de enamorado y le digo susurrando:

— ¡Es que cuando estoy contigo me siento otro!

Y ahí le saltó la infaltable psicóloga y me dice muy canchera:

— Otro ¿quién?

— Tu marido.

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sábado, 3 de febrero de 2007

¡Qué calor! ¿No?

En una sudorosa grupalidad individualista, los parroquianos se limpian las uñas, sueñan con poder matar una mosca joven que nunca detiene su vuelo por mucho rato, se imaginan pidiendo hora para hacerse la tinta si tuvieran dinero para pagar la deuda atrasada que sufren con la peluquera, apuestan para sus adentros sobre cuál será la oreja que sacudirá el gato que duerme tanto como si invernara, postergan minuto a minuto el levantarse para abrir el quiosco, suponiendo con gran sentido común que «total, a esta hora ¿quién va a venir?»

La radio del boliche mixto El crujido (Carreras Nacionales esquina Emilio Zolá) gangosea un conocido tema interpretado por Alfredo Zitarrosa:

«No te olvidés del pago
Si te vas pa’ la ciudad...» (1)

Algún fenómeno paranormal (¡que nunca falta!) hizo que todos escucharan estos versos y salieran del longitudinal letargo que los acunaba.

— ¡Las letras de antes sí que tenían contenido! —dijo el quiosquero con tal de no levantarse para abrir su comercio.

— Es una indirecta del bolichero para que no nos hagamos los osos —Expresó Gladys con mordacidad, siempre en estado de alerta reforzada.

— ¿Por qué decís eso? —preguntó su hermana después de mirarla largamente, como dándose tiempo para responderse sola.

— ¿No viste que dice «No te olvidés del pago»? A José le preocupa que le paguemos la consumición —dijo Gladys y miró de reojo al bolichero esperando que se diera por aludido con algún gesto de contrariedad.

— Vos interpretás eso porque te querés hacer la tinta y no tenés con qué cancelarle a la Mirta —dijo la gurisa con voz de «No lo vayas a tomar a mal».

— ¡Estás leyendo mucho Freud mocosa! Sería mejor que miraras un poco más de televisión —retrucó Gladys haciéndose la enojada pero con mucha ternura y orgullo.

— ¡Cada día canta mejor! —acotó el quiosquero, convencido de que el cantante de la radio mal sintonizada es El Polaco Goyeneche.

— ¡No hay apuro! ¡No hay apuro! —musitó el bolichero totalmente fuera de oportunidad.

El parroquiano que apuesta contra el sistema nervioso del gato ha tenido tantos aciertos, que está a punto de padecer una descompensación hipomaníaca.

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(1) Fragmento de la canción «Pa’l que se va» compuesta por Alfredo Zitarrosa.

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