domingo, 26 de julio de 2015

Las manos de Mariana




Casi todas las mujeres se preocupan por la belleza corporal.

Dentro de esa mayoría, una mayoría se preocupa solo por la celulitis.

Mariana también focaliza su preocupación en una parte de su cuerpo: las manos. Sufre mucho porque las encuentra feas...igual a lo que le ocurre a la mayoría de las mujeres cuando intentan erradicar la celulitis, o la flaccidez de algunos tejidos, o el volumen corporal.

Mariana se avergonzaba de tener unas manos tan masculinas. Aunque todo su cuerpo era notoriamente femenino, tenemos que reconocer que aquellas manos...

La piel era suave, sin embargo los dedos eran fuertes, la palma enorme. Todo era mucho más grande pero sin perder la armonía. Eran manos hermosas que sintonizarían mejor en un cuerpo masculino especializado en tareas pesadas.

Quienes la conocían no demoraban en resaltar aquel hecho. Parece que los humanos tenemos una psiquis que incluye ciertas medidas, ciertas proporciones (proporción áurea), ciertos diseños. Esta predisposición estética parecía no estar respetada al comparar las manos con la suavidad de la nariz,
con la forma casi perfecta de sus grandes ojos marrones, con las superpobladas pestañas, con el bosquejo oval de su rostro.

Aunque siempre se caracterizó por tener una inteligencia normal ella tenía dificultades para mirar en los otros algo más que no fueran las manos y hacer las comparaciones del caso. Antes de dormirse, con la veladora encendida, recorría de memoria todas las que había observado durante el día, mientras se miraba las propias, desde cerca, alejándolas, el dorso, la palma, el color de un lado y del otro, el tamaño masculino de las uñas, la cutícula.

Cuando se acercó a la pubertad aumentó su preocupación por las manos. La invadió el terror de que se le formara una nuez de Adán, como les ocurre a algunos varones. Muchas veces al día se miraba el cuello, temiendo aquel rasgo masculino que agravaría la identidad que ella deseaba tener.

Felizmente aquello no sucedió. Sin embargo su voz cambió y comenzó a adquirir tonos cada vez más graves sin perjuicio de lo cual se instaló una encantadora y llamativa mezcla de voz masculina con entonación suave, delicada y, sobre todo, femenina.

Cuando la madre enfermó, Mariana tenía 17 años. Esa circunstancia la puso en contacto con un talento que se convirtió en vocación primero y en profesión después. La madre le pedía que le leyera novelas de autores latinoamericanos.

Esas lecturas lograban que la mujer tomara menos calmantes. La voz, dulce, melodiosa, cálida, ejecutada con virtuosismo, era para la enferma una ducha sonora. La mujer juraba que los textos leídos por Mariana le provocaban hasta sensaciones olfativas intensas.

El médico de cabecera de la enferma contrató a la muchacha para que también leyera ante los micrófonos de su emisora de radio. El éxito de estas breves emisiones hizo que se repitieran en horario nocturno.

Paulatinamente el nombre de la leedora fue ganando fama. Algunos aseguraban que se producían alivios y también alucinaciones olfativas. Otros decían que con la audición nocturna dormían mejor.

A los veinte años fue contratada para que esas lecturas las hiciera en televisión.

Al principio todo fue igual: Mariana leía directamente de algún libro, pero los técnicos del canal la convencieron para que utilizara el estudio de los informativistas. Le costó un poco adaptarse a la tecnología del apuntador óptico (telepropter), pero el público no paraba de alentarla, de expresarle admiración, gratitud, simpatía.

Un día, el cámara (cameraman) más simpático y divertido, le dijo en voz baja: «Mirá que hoy te voy a tomar de cuerpo entero, ¿te animás?». Mariana se asustó, se mordió el labio inferior y le hizo una contraoferta: «Me animo si me conseguís un banco alto con respaldo».

Esa noche marcó un antes y un después en la vida de la muchacha. Comenzó la lectura con el encanto habitual pero ahora también hablaban las manos. Desde atrás de cámaras le hacían gestos como si fueran hinchas fanáticos pero sin audio. La situación fue creciendo a tal punto que Mariana, mientras leía y pronunciaba el texto con todo el cuerpo, pudo quitarse los guantes que no se quitaba en público desde la infancia.

(Este es el Artículo Nº 2.278)

domingo, 19 de julio de 2015

Historia de amor



 

Mi viejo me fue a visitar muchas veces, y lo valoro porque sé cuánto rechaza a los delincuentes. Para él era un verdadero sacrificio ir hasta una cárcel tan lejana, dejarse manosear por los milicos y después estar un rato conmigo en un lugar que consideraba deprimente.

Cuando yo era chico recuerdo que lloró abrazado a mi madre al volver de la inauguración de un lujoso shopping center construido mediante el reciclaje de una cárcel. «Sentí los gritos desesperados de los presos», decía apretujándose contra el vientre de mamá.

Imagino cuánto dolor habrá tenido cuando yo fui condenado a varios años de cárcel por asuntos que no vienen al caso.

Mi madre era más disciplinada. Durante todo el tiempo de reclusión fue sin faltar un día. Entre los presos ganó el premio a la constancia. Algunos me hacían comentarios como si la conocieran. Yo se los trasmitía y ella les mandaba saludos. Roberto le decía «mi suegra» acariciándome el cabello.

Las cosas entre los viejos empezaron a andar mal y terminaron divorciándose. Al veterano lo destrozó la separación. Se ve que la quería.

Al poco tiempo supe que mi madre trajo a su casa a un rapiñero muy pesado que liberaron dos meses antes que a mí. Algunos compañeros, quizá los que más me envidiaban por ser tan visitado por ella, comentaron que mi madre y el Cacho se conocían desde hacía mucho tiempo. No sé, mi madre es adorable pero no es una santa.

Cuando llegó el día de mi libertad me fui a vivir con ella y el Cacho. Yo me había cruzado un par de veces con él pero durante la cena de mi liberación me di cuenta que el tipo era una verdadera porquería. Pensé mucho en mi padre y no podía entender los gustos de mi madre.

Esa primera noche hubo un ambiente tenso porque se ve que no le caí bien al hombre. Me hacía bromas insoportables, me habló mal de Roberto. El tipo quería hacerme calentar y no le costó nada encontrar mis puntos flacos.

Como entre juegos, empezó a toquetearla. Ella se reía, no sé si por diversión o por los nervios. Con irritante claridad vi como le metía una mano por debajo del vestido y creo que, por como ella quedó suspendida en el aire, llegó a introducirle un dedo en el ano. Sentí ganas de matarlo. Tuve que irme a la cocina para esconder mi cara de furia respirando hondo.

Los recuerdos de aquel lugar me ayudaron a salir un poco del presente lacerante. Miré las ollas esmaltadas marca SUE, la estantería que hizo mi padre mientras yo le alcanzaba clavos, el hacha tronzadora de acero toledano que les regaló mi abuela cuando se casaron. Ahí estaba mi infancia deslumbrada por la ingenuidad.

Terminar de cenar fue un suplicio. Me pareció que la vida en la cárcel no es tan mala después de todo.

Los juegos de manos siguieron, los chistes soeces, los piropos ordinarios. Mi corazón era audible.

Por suerte terminamos de cenar y nos fuimos a dormir. Tratando de calmarme recé para que Roberto estuviera bien y para que nuestras vidas fueran recobrando la normalidad.

Pero faltaba lo peor. Por sobre el volumen de la televisión, ellos empezaron a proferir ruidos eróticos, la cama crujía como un buque añoso en una tormenta, el muy repugnante la estimulaba diciéndole groserías imperdonables.... Ella gemía con un descontrol desconocido por mí.

Enrollado en posición fetal, me tapé los oídos con la almohada. Estuve a punto de vomitar. Con tantos movimientos desgarré la sábana de abajo. Le pedí a Dios que me ayudara. Finalmente, se reinstaló el silencio en aquel dormitorio pero no en mi cabeza.

No sé por qué volvía, una y otro vez, aquella imagen de mi papá llorando por la cárcel burlonamente devenida shopping.

Me levanté como para tomar agua. Podía ver en la oscuridad con una insólita nitidez. Fui a la cocina, agarré el hacha de mi abuela, entré en el dormitorio de los ruidosos enamorados y le partí el cráneo al repugnante manoseador.

Creo que mi madre se puso a gritar y me parece que en poco rato la casa se llenó de policías. Recuerdo que el más corpulento se había empecinado en apoderarse del hacha.

El juez me preguntó por qué lo había matado. No quise contar los detalles indecentes por respeto a mi mamá y sobre todo a mi papá. Opté por una declaración verdadera pero que el juez fuera capaz de entender. Le dije que extrañaba demasiado a Roberto.

(Este es el Artículo Nº 2.277)

domingo, 12 de julio de 2015

La monita Mariana



 
Las mujeres gobiernan a la humanidad pero lo hacen a través de los varones.

Como en el actual estado de evolución seguimos guiándonos por las apariencias, seguimos creyendo que el sexo masculino es el dominante, sin reparar en quienes están detrás de esos hombres.

Son puras apariencias milenarias: ellas no se dan cuenta del poder que tienen y ellos prefieren suponer que son los realmente poderosos.


El primer día de escuela, la madre de Mariana volvió para su casa con un nudo en la garganta porque su hijita adorada se había soltado de la mano y se había perdido entre los otros niños, sin darse vuelta para hacerle algún gesto que pudiera traducirse en algo así como «¡Chau, mamá, qué triste estaré lejos de ti!», o que pudiera traducirse en algo así como «¡Qué tristeza siento por alejarme de ti. Toda la mañana anhelaré volver contigo!».

Mariana no se dio vuelta con cara de llanto; además se soltó de la mano para acelerar el alejamiento, para apurarse más en mezclarse con esos niños desconocidos que no se cansaban de hacerles gestos a sus madres desgarradas por la brutal separación escolar.

Ese primer día de clase casi no habló con nadie y fue dedicado a la observación. La maestra la etiquetó como «la monita envidiosa», porque le llamó la atención la abundancia de cabello negro y la pequeñez de sus ojos. Es probable que también haya decidido no pasarla de grado porque, seguramente, Mariana era torpe, tonta, con escasa motricidad fina, que no se haría querer por sus compañeros.

En el otro extremo de la escala zoológica diagnosticada por la maestra, estaba un niño, algo gordito, vestido con una túnica nueva, del tamaño exacto porque cuando crezca podrán comprarle otra. Sobre todo, el niño era inteligente, simpático, de buena conducta porque tenía ojos celestes y cabello rubio.

El olfato de la maestra era casi infalible...o su conducta trataba por todos los medios de provocar los pronósticos. Ni ella ni nosotros podremos averiguarlo.

Efectivamente, Mariana fue una mala alumna. Muy desprolija, desatenta, aunque tan carismática que antes del día viernes ya había organizado una pandilla de secuaces, compuesta por otra niña y cinco varones, ninguno de los cuales era el rubio de ojos celestes.

El nombre «Mariana» se convirtió en famoso en ambos turnos de la escuela. Quienes la admiraban la llamaban «la monita», los demás le decían por su nombre, inclusive su madre, por supuesto..., y la niña tomaba buena nota de esa distinción entre amigos y no amigos, entre compinches y no compinches. Sin embargo, en el fondo, recelaba de todos. Intuía que debía mostrarse confiada pero no confiar en nadie. Por puro instinto.

Aunque con las calificaciones mínimas, siempre logró pasar de un grado al siguiente hasta que pudo ingresar en el nivel liceal. No descarto que los maestros hubieran decidido sacarla del nivel escolar cuanto antes, haciendo la vista gorda ante las ineficiencias de la alumna.

Como fuimos a liceos diferentes, dejé de ver a Mariana. No supe más de ella hasta hace poco, cuando llegó a mis manos un expediente con su historia.

Según esa documentación, Mariana anduvo de mal en peor. En su adolescencia, tuvo relaciones sexuales con un profesor, quedó embarazada y tuvo un hijo al que mató, o dejó morir a causa de sus prolongadas borracheras. Quiso hacer desaparecer el cuerpo del bebé apelando a un procedimiento que prefiero no describir.

En aquella lejana época escolar, nuestra maestra se hizo amiga de mi madre. Por eso supe mucho de Mariana y de lo que la docente pensaba de ella. Creo que la mujer la envidiaba por la increíble capacidad de liderazgo manifestada desde muy pequeña.

Ahora me encuentro en una situación difícil. Mi único hijo, de 6 años, padece una enfermedad que los médicos no saben curar. Como abogado tengo una formación netamente positivista, pragmática, absolutamente exenta de misticismo. Mi esposa es como yo pero, desesperada por la salud de nuestro pequeño, me ha planteado la posibilidad de consultar a Mariana porque en nuestro país se hizo famosa con varias curaciones milagrosas.

Con Mariana fuimos compañeros de clase y siempre la odié porque envidiaba su carisma, su audacia, su facilidad de palabra. Yo, el gordito rubio de ojos claros, intenté infructuosamente liderar el combate a la mala alumna y creo que ella me odió también.

Estoy casi convencido de que mi esposa tendría que llevar a nuestro hijo para que Mariana aplique su poder sanador. A lo que no estoy decidido es si decirle quién es el padre de su paciente u ocultarme, porque si se lo digo quizá no quiera atenderlo, pero si se lo digo y me entero que Mariana nunca reparó en mí, me voy a sentir muy mal.

(Este es el Artículo Nº 2.276)

domingo, 5 de julio de 2015

El talento de Mariana




La violencia de género es tan difícil de entender como la psicología femenina. ¿Qué puede llegar a hacer una mujer enamorada?, ¿qué puede llegar a tolerar?, ¿qué ocurre con su instinto de conservación?

Mariana reacciona como ninguna mujer podría imaginar si no está perdidamente enamorada... y cuando digo «perdidamente» lo digo en sentido literal.

Manuel fue un hijo de mármol, esculpido hasta el más pequeño detalle por una madre severísima, perfeccionista, que expulsó al marido por imperfecto e imperfectible. Ella estaba convencida de cómo debía educar a su único hijo y nadie podría haberla disuadido.

El muchacho, como él mismo decía, tenía «planta baja y primer piso». Con esto quería decir que sabía bien qué debía hacer para dejar conforme a la madre,  pero también sentía el contacto con la realidad.

Eran dos manueles bien diferentes, de los cuales la mamá conocía a uno y él conocía a los dos. Por su capacidad para alcanzar altos niveles de concentración, sabía comportarse como para que ambos personalidades no se contradijeran.

La madre había decidido que él fuera médico y ese parecía ser el destino inevitable del muchacho.

Comenzó la universidad junto con varios miles de jóvenes. Probablemente nadie como Manuel estaba tan seguro de que terminaría la carrera. Esto fue así hasta que tuvo el primer contacto con un cadáver. Una manada de fantasmas lo obligó a fijar su mirada en la vagina de la fallecida. Esto lo llenó de dudas sobre cuánto podía confiar en sus emociones. Para peor, no pudo evitar volver a la sala para tocar aquella vagina helada.

Las pesadillas que empezó a padecer pusieron a prueba la vocación que implantara la madre. En todas ellas el cuerpo real era remplazado por el de mujeres conocidas, familiares, compañeras de estudio. A todas les tocaba la vagina helada, solo que en la pesadilla el cadáver sabía lo que le estaban haciendo, abría los ojos, lo miraban con la reprobación lacerante de la madre y el terror le impedía seguir durmiendo.

La última pesadilla fue con una mujer desconocida, más joven que las anteriores, pequeña, de abundante cabellera negra. Lucía hermosa sobre la mesa revestida de azulejos blancos. Al tocarle la vagina, esta parecía viva. Al abrir los ojos, la mirada no lo acusaba. La pesadilla no fue tal. Después de varias semanas de terror, en esta ocasión pudo seguir durmiendo y amaneció descansado.

La mujer no era tan desconocida porque era una compañera de clase. Ella volvió a mirarlo con aprobación y él se sintió deliciosamente invitado a decirle algo.

— Anoche soñé contigo—, le dijo, como si la conociera. Ella se sonrojó, bajó la mirada e inconscientemente se acercó más a él.

La cafetería de la facultad estaba atestada de jóvenes alumnos y viejos profesores. El ruido era atronador. Sobresalían unas jóvenes que gritaban un «feliz cumpleaños» rodeando a un gorro alto y multicolor de alguien que supuestamente estaría ahí abajo.

Manuel sintió que ella, Mariana, le pertenecía. En el tumulto, le apoyó su mano sobre el hombro y la apretó contra sí como para ocupar menos espacio. En un impulso, la apretó aún más, le besó la mejilla e inmediatamente la comisura de los labios. Ella intentó besarlo en la boca pero no alcanzó la altura necesaria.

— ¿Vamos a mi apartamento que mi madre está trabajando y no viene hasta la tarde?—, le preguntó sin que el ruido impidiera la audición de ella.

Manuel se extrañó con qué facilidad Mariana se quitó la ropa y lo invitó a darse una ducha. A pesar de la inexperiencia, supo que ella sabía tratar con los hombres. El desempeño era propio de una prostituta... según él se las imaginaba, porque tampoco las conocía.

Lo que podría haber sido una deliciosa experiencia terminó mal. La pericia de Mariana le provocó eyaculaciones sin llegar a penetrarla. Para peor, ella lo consoló con una dulzura que le pareció burlona. Manuel sufrió un dolor en el pecho que, según pensó, podría haber sido un infarto o algún otro mal peor. No se le ocurrió pensar que estaba angustiado por el fracaso. Le tocó los labios vaginales y constató la lubricación de ella. Según había leído, Mariana realmente lo deseaba.

Esta primera experiencia fue traumática, pero ella se enamoró al verlo tan vulnerable. No se cansaba de acariciarlo y alentarlo. Le pedía que se quedara tranquilo con la eyaculación precoz pero él se ponía furioso por el consuelo.

El malestar creció más cuando intentó masturbarlo y lo hizo mejor que él. En otra ocasión le pidió para practicarle una fellatio y le provocó unas sensaciones que ningún texto había descripto. Manuel se convenció de que ella era una trabajadora sexual, pero no podía ceder a la tentación de entregarse a los cuidados eróticos de Mariana. La eyaculación precoz comenzó a atormentarlo. Los encuentros se convirtieron en temibles para una incontrolable paranoia que crecía dentro de él. El enamoramiento de ella la inhibió para imaginar lo que pasaría. Adoraba a aquel ser descontrolado por sus encantos.

Una mañana, ella llegó como de costumbre a la casa de Manuel y le notó algo extraño en la mirada. Cuando se desvistió para tomar la ducha habitual, él comenzó a golpearla salvajemente. Mariana pensó que la golpiza sería breve y entendió que no debía gritar para alertar a los vecinos. Él le daba puñetazos en el rostro diciéndole sin separar los dientes: «puta, puta, puta». Cuando ella quiso gritar ya no pudo porque se vio caer en el piso de baldosas. Él comenzó a patearla. «Puta, puta, puta». Pararon los golpes, sintió que él le abría violentamente las piernas, que le abría los labios vaginales, que introducía ambos índices para improvisar un vaginoscopio..., y que rompía a llorar. «No, no, noooo», gemía Manuel. Se acostó arriba de ella y comenzó a besarle los moretones, los cortes en los pómulos, en los ojos hinchados, en la boca sanguinolenta.

— Perdoname, Mariana. Pensé que eras puta pero sos virgen. ¡Perdoname!...

Ella, cada vez más fría, no pudo terminar de acariciar el cabello de Manuel.

(Este es el Artículo Nº 2.275)