Sufrí la etapa escolar como tantos niños en mi
pueblo. Yo solo quería leer revistas que me prestaba el quiosquero porque le
caía bien. El veterano bonachón a veces era furiosamente insultado por una
mujer vieja como él que podría ser la esposa. Parece que el hombre no era
inteligente para los negocios y llevaba poco dinero a su casa.
En la contratapa de esas revistas estaba lo
que más me gustaba: la publicidad del Curso de Charles Atlas, un hombre que
tenía todo el aspecto que yo deseaba para mí.
Tuve la suerte de conseguir ese curso en una
feria barrial. Solo le faltaban unas pocas lecciones.
Mis cuatro hermanos me mantenían alejado de
mis padres porque ellos siempre pedían con más insistencia que yo. A mí me
molestaba tener necesidades y me resultaba imposible pedir. Siempre andaba
merodeando por la cocina a ver si conseguía algo de lo que habían dejado
quienes almorzaban o cenaban.
Quizá no se dieron cuenta que un día me fui a
la gran ciudad y solo me despedí del quiosquero. Si él no les contó a mi
familia, esta no se dio cuenta de mi ausencia.
Caminaba por una calle céntrica cuando vi que
me seguía un auto muy largo con vidrios oscuros. Al rato desapareció, pero de
otro auto común y corriente se bajaron dos hombres enormes que me obligaron a
dar un paseo.
Me pusieron una capucha, me obligaron a
acostarme en el asiento trasero y dimos muchas vueltas.
Me llevaron a una habitación palaciega y dos
enfermeros me quitaron la ropa, me bañaron, me dieron de comer unas verduras
desabridas y me ordenaron acostarme en una cama con sábanas negras,
resbaladizas y brillantes.
Poco rato después entró una enfermera con una
bandeja, me pidió que le exhibiera el pene y me aplicó una inyección indolora
en el prepucio. Luego me puso una pastilla azul debajo de la lengua y se quedó
hasta que esta se disolvió totalmente.
Cuando empecé a sentir calor y una
incontrolable erección, entró una mujer de unos cincuenta años que me dio otra
inyección, esta vez intramuscular, que me provocó un loco deseo de hacerle el
amor.
Esta rutina se repetía varias veces por
semana, estaba incomunicado, casi nadie me hablaba, pero el tratamiento para
tener sexo con la señora nunca falló.
Una noche entraron unos enmascarados y me
raptaron.
Escribir esto es mi última voluntad. Un
sacerdote mal peinado dijo unas palabras inaudibles y parece que una enfermera
me inyectará algo letal. Quizá la señora no pagó un rescate porque no se dio
cuenta de mi ausencia.
(Este es el Artículo Nº 1.703)
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