domingo, 28 de junio de 2015

El durazno de Mariana




En este relato se cuenta una historia que se vuelve trágica porque alguien no entiende el deseo del otro y porque alguien no entiende la realidad tal cual es.

A todos nos ocurre: o no entendemos qué quieren los demás o no entendemos qué es lo que tenemos entre manos. Todos tenemos errores de interpretación respecto al deseo ajeno o respecto a cómo es la realidad en la que vivimos.


Una tarde de verano, María fue de visita a la casa de su novio, Juan. Comían, sin hambre, higos que arrancaban de la higuera que les daba sombra.

Ella lo miró sin verlo recordando algo que no lo incluía, pero Juan pensó que la muchacha lo estaba invitando a tener relaciones sexuales. La tomó de la mano, la llevó al dormitorio y la violó. Ella se resistió con tenacidad, pero él interpretó que el forcejeo se trataba de una estrategia femenina para excitarlo.

Cuando Juan terminó, se dio vuelta como para dormirse pero un llanto de la muchacha lo molestó. El corazón comenzó a latirle frenéticamente. La cabeza se le llenó con escenas de un carnaval diabólico. Las máscaras se le venían encima. Buscó a su mamá y su mamá no estaba. María lloraba desconsoladamente. El hombre, atormentado por los pensamientos, se suicidó con un revólver que tenía en la mesa de luz.

La mujer dejó de llorar, llamó al 911, le explicó todo a la telefonista. Al poco rato la casa se llenó de gente extraña. Alguien la tomó por un brazo violentamente y otro ordenó que se la soltara. Los enfermeros pusieron a Juan sobre una camilla y se lo llevaron. Como un monstruo de muchas cabezas, el pelotón de gente extraña salió dejándola sola. Infructuosamente trató de limpiar las manchas de sangre con un pañuelo seco.

Cuando Mariana, la hija de María y Juan, tuvo 5 años, comenzó la escuela. Todos estaban de acuerdo en que la niña era muy tenaz aunque no muy inteligente. Lo que su mamá le pedía la niña lo hacía, así tuviera que intentarlo muchas veces. Llegó un punto en el que la madre tomaba especiales precauciones en lo que le solicitaba a su hija porque esta no abandonaba ninguna tarea sin terminar.

Cierta vez, cuando ya tenía siete años, quiso comer durazno y así lo manifestó. La madre le dijo que no había pero que compraría tan pronto fuera la estación del año adecuada.

Mariana desapareció. Cuando María la llamó, la niña no estaba.

La angustia fue atroz; el barrio se revolucionó, las radios y redes sociales no hablaban de otra cosa. Se decía que la habían raptado para extraerle los órganos; en protesta contra la inseguridad, los vecinos provocaron cortes de calles y de rutas. La consternación general no paraba de crecer.

Finalmente encontraron a Mariana. Estaba sentada en el umbral de una puerta, a pocas cuadras de distancia de su casa. Según dijo, salió a buscar el durazno que deseaba. Buscó en muchos lugares hasta que lo encontró. Sonriente, la niña convidó a su madre con el delicioso manjar.

La coincidencia que convierte a esta historia en paradojal es que el padre había interpretado mal la mirada y los forcejeos de su novia y que su hija  interpretó mal las cualidades de un simple trozo de pan sucio.

(Este es el Artículo Nº 2.274)


domingo, 21 de junio de 2015

La locura saludable de Mariana




Mariana felizmente se enteró de cuánto puede mejorar su calidad de vida conociéndose un poco más, enterándose de que algunas fantasías que parecían aberrantes y enfermizas, son normales siempre que no se pongan en práctica.

Después de muchas idas y venidas, consultas, conversaciones telefónicas nerviosas, entrecortadas, Mariana se decidió a iniciar un tratamiento analítico.

Las dificultades económicas que me planteó como principal obstáculo para el inicio, me llevaron a pensar que su mayor inhibición refería al deseo, a la represión del deseo. Por su edad, (48 años), pensé en la menopausia y casi me convencí de que el deseo frustrado tendría mucha vinculación con la sexualidad.

Un psicoanalista no debería permitirse estas reflexiones, pero todos las hacemos, todos sentimos ansiedad ante un nuevo caso, todos somos humanos, todos nos ponemos nerviosos e inseguros ante cualquier nuevo desafío. Todos terminamos generalizando siendo que técnicamente es contraproducente cualquier generalización.

Las primeras sesiones no fueron muy interesantes. Bloqueaba las comunicaciones más comprometidas, fue muy intrigante, a veces quería seducirme con miradas callejeras de alto impacto y/o con cruces de piernas mejor ubicados en un pub.

Estos ataques eran efectivos. Me provocó algunas sensaciones en la pelvis, pero lo importante era que venía recomendada por un maestro de mucho poder en nuestro gremio y, además, yo estaba muy necesitado de conseguir y mantener pacientes.

Por fin Ronaldo apareció en su discurso. Me contó que tuvieron un noviazgo de elevada temperatura erótica, con vacaciones en playas solitarias, con acciones demasiado expuestas a ser castigadas por atentado violento al pudor. Un inesperado embarazo adolescente los animó a formar un matrimonio. Llegaron los hijos y todo anduvo más o menos bien, excepto en el aspecto sexual pues ella ya no gustaba de él y él se tornó triste, desganado hasta para tener vínculos extramatrimoniales.

Estuvo aburriéndome durante varias sesiones con agotadoras descripciones de Ronaldo y de su yerno. Los componentes más fatigosos referían a la moral, al cristianismo, a la corrupción en el gobierno. Estaba machaconamente santurrona. Para no desentonar, venía vestida con pantalones y blusas cerradas hasta el cuello. Sin perfume.

¿Dónde estará escondido su desbordante erotismo?, me preguntaba yo inútilmente.

Un día dejó de venir. Sin mediar explicaciones, me envió los honorarios adeudados por intermedio de su hija. Aparentemente había concluido el tratamiento de Mariana.

Sin embargo, no. Una mañana me dijo por teléfono que necesitaba hacerme una consulta urgente, sin importar a qué hora tuviera que venir. Me adelantó que la situación con Ronaldo se le había ido de las manos.

Aunque no hubiese tenido tiempo disponible igual le habría hecho un lugar en mi agenda porque logró excitar mi curiosidad.

Cuando vino a las seis de la tarde, lucía pálida. El consumo de cigarros era compulsivo. Sus pies se movían fuera de control. Me dijo que con su esposo estaba teniendo una conducta sexualmente descontrolada. Que lo deseaba como si fuera una ninfómana; que él primero se había alegrado pero que ahora estaba esquivo, abrumado. Quizá asustado por la acometividad de ella.

Creo que quiso sorprenderme y yo también pensé que toda esa comunicación tendría que haberme sorprendido. ¿Por qué no me sorprendió?

Una vez vomitada su novedad erótica, nos quedamos en silencio. Yo no sabía qué estaba ocurriendo con mi falta de reacción, hasta que apareció una pequeña idea en mi cabeza.

— Hablemos de incesto, Mariana—, le dije casi sin pensarlo y ella saltó en el asiento.

Se puso de pie como para irse, llegó a tocar el pestillo de la puerta, lo soltó con un gesto bastante teatral e histérico, se sentó nuevamente y me dijo:

— Bueno, está bien. He tenido fantasías aberrantes con mi nieto de 10 años. Que lo bañaba, lo acariciaba, que su pene se endurecía, que, ante esa escena, mi fascinación era diabólica. Mi deseo de hacer el amor con Ronaldo estaba provocado, en realidad, por esa inconfesable fantasía. Estoy loca, no me mientas, me aterra lo que me está pasando.

— No, Mariana, no estás loca. Casi nadie sabe que la prohibición del incesto sirve precisamente para excitar la sexualidad, no para bloquearla. Cuanto más prohibido esté tu nieto para tí más intenso y duradero será tu deseo sexual hacia tu esposo. Estás teniendo suerte. ¡Disfrutala!

(Este es el Artículo Nº 2.204)

domingo, 14 de junio de 2015

El silencio de Mariana




Mariana, en algún momento, perdió y ganó un hijo. Nada menos que un hijo.

En este relato no está dicho qué sintió ella y apenas está esbozado qué sintió él, sin embargo, es precisamente esta falta de información lo que habilita al lector para imaginar, casi en detalle, a los personajes y hasta identificarse con ellos. Sobre todo con el hijo.

Los domingos de tarde son las peores ocho horas de cualquier semana. Esto es así, acá y en la China. Si alguien dice lo contrario, miente.

Con mi mamá pasamos cada uno en su dormitorio, mirando televisión, a veces el mismo programa; pero no estamos cómodos usando el mismo aparato. Yo no quiero ir a su dormitorio y ella, como represalia, no quiere venir al mío.

¿Nunca tuvo novio o es que no quiere contar esa parte de su vida?

Mamá es una mujer callada y silenciosa. Juraría que nunca la oí toser o estornudar. Siempre usa chancletas con suela de goma. Dice que le tiene miedo a la electricidad y que usa zapatos aislantes para evitarse un accidente.

Toda la vida me compró zapatos con suela de goma, así que yo también estoy alcanzado por la doctrina del aislamiento.

Casualmente estamos aislados de la familia. Sé que tengo tías y primos, pero nunca vamos a visitarlos ni ellos vienen a visitarnos. Fuera de nuestra casa hacemos casi lo mismo que hacemos con nuestros dormitorios: nadie va al dormitorio del otro.

¿Qué pudo ocurrir un domingo de tarde? Falleció repentinamente. Sentí unos ruidos muy fuertes en su dormitorio, pensé que le había dado por acomodar la ropa en su placar, pero el silencio que volvió cuando cesaron los golpes era un silencio distinto.

Después que terminó la película que estaba mirando, fui al baño, tomé un poco de agua y cuando volvía para mi cuarto tuve la necesidad de preguntarle qué íbamos a cenar. La falta de respuesta provocó un frío helado en mi espalda.

No me animé a tocar el pestillo de su puerta. Sentí un pánico atroz.

Llamé al 911, no sé qué les dije, pero en quince minutos estaba golpeando la puerta de mi apartamento una mujer policía. ¿Sola? ¡Qué raro!

Se ve que la mujer captó en el aire que yo estaba muerto de miedo. Balbuceé que algo pasaba en el dormitorio de mi madre. Ella me pidió permiso, se fue derecho a abrir la puerta, por encima de ella vi que todo estaba desordenado, avanzó dos pasos impulsivamente, vi a mi madre tirada con los ojos desorbitados. La mujer me dijo: «Se ve que tuvo un paro cardiorrespiratorio hace unas horas».

¡¿Qué sería de mí?! Me di tanta lástima que comencé a llorar. De aquello hace más de tres meses. Hoy también es domingo de tarde y me decidí a entrar en el dormitorio.

Encontré muchos recuerdos. Inclusive un frasquito con mis dientes de leche. Muchas fotos mías con ella. Muchísimas.

En el fondo de una caja con fotos, encontré un diario con la noticia de que habían encontrado, a punto de morir, un niño tirado en un recipiente para basura; que personal del hospital Pereira Rossell había hecho un trabajo excelente devolviéndole los signos vitales al pequeño moribundo; que «la enfermera Mariana Funes, desde su domicilio donde se recuperaba de un reciente aborto espontáneo, participó en el heroico salvataje adoptando al pequeño, al que llamaría Mariano Funes».

(Este es el Artículo Nº 2.273)

domingo, 7 de junio de 2015

La síntesis de Mariana




 
Los hombres y las mujeres nos necesitamos para algo más que para conservar la especie: psicológicamente nos tomamos como un referente imprescindible. Nuestra identidad está determinada por cómo nos sentimos respecto al otro sexo.
En este relato, Mariana y Yolanda son dos amigas que llegan a una conclusión interesante y original sobre cómo son los hombres.
 
— ¡Qué pregunta tan difícil, Yolanda! Muchos creen que yo sé sobre ellos pero lo cierto es que estoy tan desconcertada como todas...—dijo Mariana a su amiga.

— Tenemos que reconocer que tu experiencia es superior a la nuestra. Casi nunca has estado sola; siempre salís acompañada. Según nos contás, tenés que hacer un esfuerzo para no compartir tu cama. Seguramente algo hacés para que ellos te deseen—, respondió Yolanda, fundamentando así por qué trataba de aprender con Mariana.

— Comprendo que ustedes piensen así, pero lo cierto es que yo no sé qué les pasa a los varones. Para mí, los hombres son un karma. No sé bien qué es un karma pero me lo imagino como una nube personal que te sigue a todos lados, que a veces te da sombra y otras veces te da lluvia— explicó Mariana.

— Creo que te envidio. Con una envidia buena, claro. Salgo, estudio, voy a lugares donde ellos están, pero nada. Parece que soy transparente, insípida e inodora. Me miran pero no se me acercan. Me arreglo como una diva, gasto hasta lo que no tengo en buena ropa, calzado, peluquería, perfumes y lo único que logro es que mis amigas me digan piropos—, respondió Yolanda, explicando, rezongando, quejándose. Un poco desilusionada pero también un poco reivindicativa, como exigiendo un derecho, como reclamando mayor justicia en un supuesto reparto de hombres.

Mariana estaba acostumbrada a estos comentarios. Los había escuchado desde que iba al liceo, donde los compañeros la buscaban y ella no sabía cómo estar un poco sola, sin tantos comedidos, adulones, caballeros gentiles con ínfulas de inteligentes y cancheros. Regalos, llamadas por teléfono.

— Mirá, Yolanda, los hombres son unos bebitos grandes. Son niños tiernos que solo quieren a una madre que los contenga, los mime, que los reciba nuevamente en su útero, aunque, por razones de tamaño, eso solo pueda realizarse cuando se te meten dentro del cuerpo. Con todos siento lo mismo: gozan intentando volver a anidarse en mi útero, poniendo su pene entusiasmado en la vagina. Como suelen eyacular a poco de comenzar el intento, se quedan sin la turgencia necesaria y se vuelven indiferentes, como para disimular que estuvieron intentando volver a la vida intrauterina—, le explicó Mariana a su amiga, asumiendo un tono de maestro cansado de repetir siempre las mismas enseñanzas.

— Para mí no es como me decís. Ellos quieren a una mujer de cabaret, quieren a una vedette, a una hembra impresionante que los encandile. Les gusta lo espectacular, los grandes senos, la mínima cintura, los glúteos bien formados, las piernas esculturales, ...—expuso Yolanda.

— Mirá que no es como pensás. De hecho tu problema es que no conseguís compañía masculina. Ellos dicen que admiran a una vedette solo porque no asumen que desean a una madre que los trate como a un hijo. Si supieran que se excitan con quien les recuerda a su mamá, se morirían de vergüenza. ¡No no lo quieren ni pensar! Por eso simulan admirar a una mujer bien diferente a su madre, pero terminan acostándose conmigo, que me parezco a quien los trajo al mundo.

 — ¡No te puedo creer! Toda mi vida me han dicho que soy divina, pero después ninguno concreta algo serio como me gustaría a mí. Sin embargo vos, siempre tan sencilla para arreglarte, los terminás echando y ellos se van haciendo pucheros o insistiendo para quedarse contigo—, suspiró Yolanda.

— Los hombres que se comportan como vos bien decís son niños inocentes que sueñan con ser unos «chicos malos», es decir, son ingenuos que desearían ser tan traviesos como si fueran unos «hijos de puta», y esa puta soy yo—, redondeó Mariana, haciendo una síntesis que la sorprendió a ella misma.