Para que el espectador se deje penetrar por la publicidad que
gobernará sus decisiones, debe sentirse el rey del planeta.
A todos nos gusta sentirnos
respetados, importantes, reconocidos y casi no nos molestan las adulaciones, la
exageración de nuestros méritos o la exaltación paroxística de cuán maravillosos
somos a pesar de nuestra indisimulada modestia.
Con esta mínima descripción de
nuestras predilecciones, los medios de comunicación hacen su tarea, trabajan
honestamente, cumplen su propósito, esto es, maximizar la audiencia para que
muchos avisadores los elijan como el medio para canalizar sus anuncios y la
rentabilidad proporcione alegría económica para todos.
El dinero contante y sonante
que paga este despliegue de actividades bien intencionadas es el consumidor
final, aquella persona que compra cierto jabón, que vota a cierto candidato o
que paga intereses, comisiones y demás gastos de administración por cierta
tarjeta de crédito.
Para que el consumidor final
que escucha la radio, que lee el diario o que mira la televisión se sienta
respetado debe recibir información relevante. Como su tiempo es valioso, los
medios deben decirle lo que para él es importante: crímenes, asaltos,
injusticias, violencia doméstica, epidemias de las que vamos a ver cómo
podremos salvarnos, amenazas impositivas, derrame de corrupción política con
fondos públicos, escándalos sexuales provocados por gente respetable,
influyente y particularmente envidiada por una mayoría de espectadores, rumores
que podrían convertirse en noticia de un momento a otro, otra mala acción
cometida por quien es popularmente odiado, el pronóstico del clima.
Para que el espectador se
abra a toda la información y se quede abierto para dejarse penetrar por la
publicidad que gobernará sus decisiones, debe sentirse un rey a quien sus
aduladores vasallos periodistas le pasan las novedades del día sobre cómo está
el mundo del que, por unos cuantos minutos, se siente propietario.
(Este es el Artículo Nº 1.936)
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