Algunas interrogantes inútiles que segrega nuestra mente nos exponen a ser extorsionados con amenazas religiosas que terminan acobardándonos.
La palabra «extorsión» suena
mal. Una de las definiciones que nos da el Diccionario de la Real Academia
Española (1), dice:
«Presión que, mediante
amenazas, se ejerce sobre alguien para obligarle a obrar en determinado sentido».
Una amenaza es un delito. Más
concretamente y apelando al mismo Diccionario (2):
«Delito consistente en
intimidar a alguien con el anuncio de la provocación de un mal grave para él o
su familia.»
Desde mi punto de vista esto es lo que hacen las religiones y algunos
fieles voluntariosos: extorsionar y amenazar.
Los humanos tenemos varios puntos débiles. Podría llegar a decir que son
contados con los dedos de una mano los puntos fuertes.
Por algún motivo desconocido, a nuestra mente se le ocurre que tenemos
que saber asuntos tales como «¿para qué nacemos?», «¿qué será de nosotros después
de morir?», «¿cuál fue el origen del Universo?».
Estas interrogantes, y su correspondiente angustia, son nuestras
principales vulnerabilidades.
Cuando abrimos una interrogante hacemos algo muy parecido a lo que nos
pasa cuando tenemos una herida abierta: todos los agentes patógenos que
desearían colonizarnos para explotarnos se cuelan por esa «ventana»
desprotegida.
Puesto que todo haría indicar que «el hombre es lobo del hombre», es
decir, que nos atacamos dentro de nuestra propia especie, nuestras heridas
abiertas son esas interrogantes cuya respuesta no serviría para nada pero que
la ausencia de una respuesta convincente nos expone a que algunos agentes
patógenos de nuestra propia especie se aprovechen y, mediante engaño, amenazas
y extorsión, nos terminen convenciendo de que somos culpables de haber nacido,
por ser hijos de Adán y Eva, por tener pensamientos pecaminosos y que nuestro
destino será torturante si no obedecemos a los religiosos chantajistas.
(Este es el Artículo Nº 1.942)
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