Las profesiones universitarias suelen usarse para reforzar una autoestima baja.
Esto es algo que me pasó a mí. Al principio
pasé bastante mal pero al final tuve suerte.
Mi padre trabajó muchos años como mesero,
(camarero, mozo), en un bar del centro donde acostumbraban reunirse hombres
fanáticos del turf (carreras de caballos).
Sentí orgullo de Don Pedro, (mi padre), cuando
cedió a la insistencia de tan distinguidos parroquianos y me hizo llevar por mi
hermana mayor «para que
me conocieran».
Lo trataban
como uno más aunque con una especie de extraño respeto: el que profesa alguien
económicamente superior a alguien humanamente superior.
Lo peor fue
que anduve recorriendo las mesas saludando a toda esa gente que me inflamó las
narinas con perfumes insólitos mezclados con humo de tabaco.
Con este
antecedente era obvio que me convertiría en mesero yo también.
Por puro
orgullo no quise que Don Pedro me consiguiera dónde trabajar porque me sentía
seguro de haber heredado un oficio que nos permitió vivir holgadamente a los
cuatro hijos que tuvieron los viejos.
El asunto
no fue tan fácil como imaginé porque en este trabajo los mejores ingresos se
reciben por el pago voluntario de los clientes (propinas).
Mi
situación fue más difícil que la de mi padre porque en el restorán donde me
dieron trabajo éramos dos mozos y tres mozas, (meseras).
Las mujeres
son más encantadoras y saben cómo estimular a los señores para que «paguen» por
un sonrisa, uñas pintadas, tacones altos.
Lo hablé
con Don Pedro y se rió hasta avergonzarme. Me dijo:
— Creo que
no servís para mesero. No te tenés fe. ¿Por qué no estudiás alguna profesión?
Un título sirve para sentirse importante.
Fue lo que
finalmente hice.
Lo bueno de
aquella experiencia es que una compañera de trabajo continúa siendo mi esposa.
(Este es el Artículo Nº 1.939)
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