Tengo una cara parecida a la de
un actor argentino bastante mayor que yo y conocido por su apellido, nombre o
apodo: «Malerva».
Ese hombre siempre representaba
roles de mala persona, de ladrón, de golpeador, de mentiroso, cínico, traidor.
Era un excelente actor
precisamente porque todos coincidíamos en odiarlo a primera vista.
Un rostro parecido tengo yo.
Felizmente, las películas de él ya nadie las mira pero cuando era joven me
sentía perseguido por esa semejanza tan desfavorable.
En los hechos tuve pocos
amigos, ninguna novia y los profesores hablaban mirando a toda la clase pero
salteándome.
Nunca pude resolver la angustia
de aquellos primeros años de mi vida laboral. Me costó bastante conseguir
trabajo hasta que al final tuve suerte bajando mis expectativas salariales.
El primer día de trabajo me
presentaron a los otros cuatro compañeros y a la única compañera.
Como era de esperar la historia
se repitió, especialmente con la señorita Irma que no disimuló nada el disgusto
que sintió al darme la mano aunque hice el amague de saludarla con un beso en
la mejilla como era costumbre.
Parábamos la tarea todos juntos
a la una de la tarde y nos acomodábamos en una tabla que hacía las veces de
mesa de comedor. A mí me asignaron indirectamente la cabecera de la mesa porque
era el lugar menos iluminado.
Cuando fui al baño para lavarme
las manos vi que la señorita Irma había dejado sobre el lavatorio un anillo de
oro que le prestó su novio para que lo
recordara con amor.
Pensé en avisarle del olvido
antes de lavarme pero algo me dijo que ella no se merecía de mí esa gentileza,
así que ahí lo dejé como si no lo hubiera visto.
Parecería ser que ella no
estaba acostumbrada a usar esa joya porque recién a las tres de la tarde se
puso a gritar como una histérica «¡El anillo de Jorge!, ¡El anillo de
Jorge!».
Como se puso conmovedoramente mal, me acerqué y le dije: «Lo dejaste olvidado
en el lavatorio del baño», a lo que ella, con la peor cara de odio me
respondió: «Ya sé que lo dejé ahí, pero ahora no está y la persona que entró
detrás de mí fuiste tú».
«¡No puede ser!», pensé para mis adentros, ahora encima me acusan de
ladrón.
Lo peor ocurrió porque todos le creyeron y comenzaron a mirarme con
desconfianza y recriminación, como si dijeran: «Devolvele el anillo, ladrón».
Fue entonces que llamé a mi prima Mariana, le conté lo que me estaba
pasando, ella se quedó muda un momento angustiosamente largo y me dijo: «El
anillo está en el bolsillo derecho de un saco de hombre con cuadros grandes».
«El saco de Miguel», pensé. Fui hasta el lugar donde nos cambiamos, metí
la mano en el bolsillo del saco a cuadros y ahí estaba. Lo escondí en el lugar
más insospechado, salí del lugar simulando un gran enojo y, delante de los
otros tres le dije a la señorita Irma: «Dice mi prima Mariana que te lo robó
Miguel».
La reacción de Miguel fue tan comprometedora que todos empezamos a
golpearlo, empujarlo y Miguel a llorar desconsoladamente, a pedir perdón, pero
resulta que no pudo encontrar el anillo donde él creyó haberlo dejado. Entonces
propuse que hiciera como pudiera pero que comprara otro igual, por lo cual
quedó endeudado durante meses.
(Este es el Artículo Nº 1.923)
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