Al sentir tintinear la cajita
de música, trago saliva. Es inevitable.
Cuando mamá no podía dormir,
abría la tapa de madera y comenzaba a sollozar como para no despertarme, pero
era inevitable. Algo en la atmósfera de nuestro pequeño apartamento cambiaba
como para que mis pulmones oyeran el tenue aleteo de su lamento.
Papá había fallecido hacía más
de diez años, tiempo suficiente para que un duelo normal se diera por superado,
pero en este caso no era así. Ella seguía mojando la almohada, pañuelos con
puntilla perfumados de alguna loción para caballero, y suspirando ante alguna
foto que guardaba celosamente en su libro diario.
Él nos había dejado
económicamente muy bien porque tuvo la precaución de ahorrar suficiente dinero
como para que con mamá no tuviéramos que preocuparnos.
Ella era una buena
administradora y ambas nos dábamos los mejores lujos: comprarnos zapatos un mes
cada una, destinar muchas horas de Internet a elegir el mejor restorán para ir
a cenar algún sábado y hacerles lindos regalos a nuestros familiares más
pequeños.
Yo tenía decidido que me
quedaría soltera para cuidarla hasta el último día de su vida, porque creo que
ese fue el deseo de papá. Nunca me lo dijo pero algunos comentarios suyos me
aportaron la certeza de que él, estuviera donde estuviera, me daría su
bendición siempre que yo cuidara de mamá.
Nos llevábamos bien con toda
la familia pero no participábamos en ninguna de sus fiestas porque mamá no
podía soportar a tía Angélica, casada con tío Alberto, hermano de papá.
En realidad yo tampoco me
llevaba bien con tía Angélica, quizá por solidaridad con mi madre, quien nunca
me había hablado mal de aquella mujer pero que notoriamente la odiaba.
Las dos habían enviudado casi
juntas porque el tío Alberto falleció un mes después que papá y por la misma
causa cardíaca.
Una noche en la que nos había
desvelado una tormenta surrealista, vino la calma y sentí nuevamente la
cajita de música, los sollozos de mamá y una brusca interrupción de su lamento.
Me corrió un frío por todo el cuerpo, salí corriendo descalza hacia el
dormitorio de ella y la vi rígida, con los ojos abiertos, con la foto de tío
Alberto en sus labios.
(Este es el Artículo Nº 1.895)
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