Alrededor de la hora veinte de los días hábiles, Mariana le daba la bienvenida a su mejor amiga quien se encargaría de cerrar el negocio de comida rápida y limpiarlo como solo ella sabía hacerlo.
En pocos minutos estaba
sentada en el mismo asiento del colectivo, cuyo chofer la saludaba como a un
familiar. El recorrido era siempre igual, millones de personas caminando por
las calles, coloreadas por infinitos letreros luminosos.
Cierta noche iba Mariana
mirando distraídamente cuando repentinamente vio a un joven. Mejor dicho vio
los ojos y la sonrisa de un muchacho.
Comandada por alguna fuerza
sobrenatural la joven salto gritándole al conductor: «¡Pará, Emilio,
pará!».
El hombre, alarmado, hizo una maniobra peligrosa y Mariana pudo bajar
entre un coro de pasajeros furiosos por el atropello y la brusca frenada.
Se tiró del bus antes de que se detuviera y comenzó a caminar-correr por
la vereda tratando de ver al de los ojos sonrientes.
Imposible. Se había esfumado.
Cuando ya se había olvidado de aquella visión, volvió a verlo, esta vez
con más suerte.
Se acercó a él y empuñando los pelos del muchacho, le dijo: «¡Me gustás,
guacho!»(1).
Los amigos del joven se rieron pero el melenudo quedó petrificado.
Mariana lo abrazó y sintió con regocijo que él también tenía olor a
transpiración como ella.
Los muchachos se esfumaron, se los tragó la tierra o nunca habían
existido, lo cierto es que comenzaron a caminar abrazados como si siempre se
hubieran conocido.
Mariana fue muy feliz durante un par de semanas, pero un día lo encontró
sin que él la viera venir y descubrió que estaba fumando marihuana. Él le dijo,
muy nervioso, que era la primera vez que probaba un cigarro y ella se puso
increíblemente furiosa. Lloró desconsoladamente, no quería que él la tocara. El
muchacho comenzó a pedir perdón, que no lo haría más, se tiraba del pelo.
Por fin ella salió del desequilibrio emocional y le dijo cuánto dolor
sentía al ver que él supusiera que ella sería capaz de juzgar alguna de sus
conductas.
Superado este mal momento, hablaron de tener hijos. Más bien era ella
quien lo deseaba y él, totalmente enamorado, le dijo que había conseguido un
trabajo para poder vivir juntos y tener al bebé.
Ella no le dijo nada pero, luego de estar viviendo juntos hacía más de
un mes, al cambiar el recorrido para llegar al comercio de comidas, lo vio reunido con unos amigos.
Nuevamente lágrimas, desesperación, gritos, pedidos de perdón, hasta que
Mariana le dijo cuánto le dolía que él pesara que ella sería capaz de juzgarlo.
Finalmente nació el tan deseado hijo de aquel muchacho de bella sonrisa
y ojos adorables, pero él los abandonó explicándole a la desconsolada Mariana
que no podía soportar que ella nunca lo juzgara.
(1) Alguno pobladores rioplatenses
utilizan «Guacho» como apodo genérico, así como los norteamericanos dicen
«Baby» o los caribeños dicen «Cariño».
(Este es el Artículo Nº 1.888)
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