
Casi todas las mujeres con las que tuve alguna historia afectivo-sexual son así.
Sólo una vez probé con una señora casada aburrida del marido, pero me dejó porque conmigo también se aburría.
Fue una suerte porque no me gusta ser el que toma la iniciativa. Funciono mejor como víctima.
Casualmente acabo de ser abandonado por una artista plástica muy psicoanalizada.
Sofía nunca se casó pero ha tenido muchas historias amorosas realmente entretenidas.
Ella piensa que los hombres somos casi todos iguales y quizá tenga razón porque las cosas que captó en mí son características de algún otro hombre que pasó por su vida.
Como es fanática del reiki —y yo soy muy sugestionable—, alcanzaba con que pusiera su mano abierta a poca distancia de mi pene flácido para que en un par de minutos se convirtiera en un obelisco.
Para mi era asombroso pero ella lo tomaba con naturalidad.
Sofía se excitaba mucho con una escena en la cual yo me comportaba como un marino coreano torpe, grosero y algo psicótico (imito muy bien la fonética de las lenguas asiáticas pero no sé una palabra).
Por mi parte, yo me excitaba hasta el paroxismo con algo que ella hacía o tenía, pero que no nos dábamos cuenta qué era.
Así fue hasta que anteayer tuve uno de esos ataque de pasión cuando ella había tomado el control sentada sobre mí.
Mientras fumábamos le pedí —en tono de investigador— que volviera a sentarse sobre mí a ver si descubríamos qué provocaba mi descontrol.
Accedió y sentí como un flechazo de Freud. ¡Tienes los pezones iguales a los de mi padre! —le dije casi gritando.
Ella me miró como diciendo «Esto no me está pasando», se bajó de mí, se vistió sin abandonar el gesto de extrañeza, me dijo: «Te devuelvo la llave de tu departamento» y se fue cabizbaja.
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