Los naufragios con mayor cobertura periodística representan
el anhelado fin de la opresión paterna.
Decir que los sentimientos hacia nuestro padre
son ambivalentes es redundante porque todos los sentimientos lo son.
Este «viejo desgraciado», cuya muerte lloramos sinceramente, fue quien nos
consoló con magnético silencio en alguna ocasión muy dolorosa y también quien
nos interceptaba la escucha y hasta las miradas de mamá que nos dejaba de lado
por atenderlo.
Pero este
personaje ocupa un lugar seguro en nuestra psiquis, aún cuando no haya estado
tan presente en nuestras vidas como mamá. Ocupa ese lugar aunque no sepamos
quién es.
El
personaje (no el ser humano de carne y hueso) representa lo bueno y lo malo de
la sociedad, lo que está alejado del ámbito materno.
Dada
nuestra natural predisposición a desconocer lo bueno y a prestarle mucha
atención a lo negativo, tanto la figura paterna como la sociedad y como lo
no-materno son, en promedio, fuentes de preocupación, miedo y angustia.
Esto es así
porque para nuestro instinto número uno (el de conservación), es más importante
y urgente prestarle atención a las amenazas que a lo inofensivo.
Por lo
tanto, la figura paterna en tanto representante de lo no-materno, tiene en
promedio bajas calificaciones en nuestra psiquis, pues sus características más
interesantes para nuestro instinto de conservación son las negativas.
Como
nuestra mente se rige por lo idéntico y también por lo parecido (metáforas),
esa figura paterna está representada por muchas cosas.
Si las
historias del Titanic y del Costa Concordia llaman tanto la atención es porque
además de la tragedia en sí, una mayoría asociamos la grandeza y poderío de
esos barcos con aquel señor con quien competíamos en desventaja por el amor de
mamá.
Un
naufragio también es ambivalente: nos apena y nos llena de satisfacción
inconfesable.
(Este es el Artículo Nº 1.955)
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