Por mi filosofía siempre las
alenté en sus aspiraciones y quizá por eso mi esposa me dejó por alguien más
exitoso, menos aburrido, aunque más irritable.
Mi hija adorada tiene
veleidades intelectuales. Desde pequeña quedaba de boca abierta cuando
concurríamos a la presentación de libros infantiles y oía a los escritores
leyendo sus producciones.
Desde mi consultorio opiné con
tan poca llegada a mi auditorio que a veces prefería callar mis diagnósticos
sobre los candidatos que Mariana traía a casa.
Cuando me presentó al último
concubino, la vi enroscada en el cuerpo flaco del sujeto y no sé si sentí
vergüenza, celos o temor. Parecía más estúpidamente enamorada que otras veces.
El novelista no usaba lentes
para leer. Eso reforzó mi mal presentimiento.
Alguien de unos cuarenta y
cinco años, con aspecto de malnutrido, casi lampiño, tiene que usar lentes si
efectivamente se consumió la vista leyendo a razón de cien novelas por cada
página que pretendiera redactar.
El flaco escritor no había
publicado aún ninguna de sus nueve novelas, pero para mi hija eso debía ser
interpretado como la suerte que padece un incomprendido antes de llegar a la
fama.
Para ella la indiferencia de
los editores equivalía a la calma previa a la tormenta: más calma, más
tormenta, pensaba Mariana; más desprecio de la obra de un gran escritor, más
estrepitoso éxito cuando la justicia finalmente llegara.
Como el futuro famoso casi no
comía, Mariana podía pagar los frugales gastos de su enamorado alojándolo
eróticamente en su dormitorio de soltera y utilizando la heladera que yo
intentaba mantener bien provista.
Reconozco que para mí lo más
importante es verla feliz a ella. Si sus ojos brillan mi paranoia decae.
Un cierto día estalló la
bomba.
Llegaron dos tenebrosos
personajes, altos, fornidos, de lentes oscuros, preguntaron por el artista y se lo llevaron.
Marianita desapareció de mi
casa al poco rato del secuestro, rapto, detención, o lo que fuera.
Dos días después volvió mi nena. Destrozada, desaseada,
sin brillo en los ojos.
— Luis está acusado de todos los crímenes que redactó en sus
novelas—, dijo en voz muy baja.
En seguida recordé el contenido de las únicas dos que había
leído y me hice una composición de lugar pesimista. Fue condenado a 18 años de
cárcel por homicidio especialmente agravado.
Mariana cayó en un pozo depresivo, casi melancólica, me daba
tanta pena que algunos pacientes notaron que mi trabajo ya no era tan aceptable
como antes.
Veinticinco meses después volvió Luis a buscar a Mariana.
Me sorprendió la brevedad de la condena, pero más me extrañó
la indiferencia de aquella enamorada.
Algo pactó Luis con la justicia que mi hija no aprueba.
(Este es el Artículo Nº 1.965)
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