domingo, 21 de julio de 2013

El escritor de novelas policiales




Mariana, mi hija predilecta, es ambiciosa como la madre.

Por mi filosofía siempre las alenté en sus aspiraciones y quizá por eso mi esposa me dejó por alguien más exitoso, menos aburrido, aunque más irritable.

Mi hija adorada tiene veleidades intelectuales. Desde pequeña quedaba de boca abierta cuando concurríamos a la presentación de libros infantiles y oía a los escritores leyendo sus producciones.

Desde mi consultorio opiné con tan poca llegada a mi auditorio que a veces prefería callar mis diagnósticos sobre los candidatos que Mariana traía a casa.

Cuando me presentó al último concubino, la vi enroscada en el cuerpo flaco del sujeto y no sé si sentí vergüenza, celos o temor. Parecía más estúpidamente enamorada que otras veces.

El novelista no usaba lentes para leer. Eso reforzó mi mal presentimiento.

Alguien de unos cuarenta y cinco años, con aspecto de malnutrido, casi lampiño, tiene que usar lentes si efectivamente se consumió la vista leyendo a razón de cien novelas por cada página que pretendiera redactar.

El flaco escritor no había publicado aún ninguna de sus nueve novelas, pero para mi hija eso debía ser interpretado como la suerte que padece un incomprendido antes de llegar a la fama.

Para ella la indiferencia de los editores equivalía a la calma previa a la tormenta: más calma, más tormenta, pensaba Mariana; más desprecio de la obra de un gran escritor, más estrepitoso éxito cuando la justicia finalmente llegara.

Como el futuro famoso casi no comía, Mariana podía pagar los frugales gastos de su enamorado alojándolo eróticamente en su dormitorio de soltera y utilizando la heladera que yo intentaba mantener bien provista.

Reconozco que para mí lo más importante es verla feliz a ella. Si sus ojos brillan mi paranoia decae.

Un cierto día estalló la bomba.

Llegaron dos tenebrosos personajes, altos, fornidos, de lentes oscuros, preguntaron por el artista y se lo llevaron.

Marianita desapareció de mi casa al poco rato del secuestro, rapto, detención, o lo que fuera.

Dos días después volvió mi nena. Destrozada, desaseada, sin brillo en los ojos.

— Luis está acusado de todos los crímenes que redactó en sus novelas—, dijo en voz muy baja.

En seguida recordé el contenido de las únicas dos que había leído y me hice una composición de lugar pesimista. Fue condenado a 18 años de cárcel por homicidio especialmente agravado.

Mariana cayó en un pozo depresivo, casi melancólica, me daba tanta pena que algunos pacientes notaron que mi trabajo ya no era tan aceptable como antes.

Veinticinco meses después volvió Luis a buscar a Mariana.

Me sorprendió la brevedad de la condena, pero más me extrañó la indiferencia de aquella enamorada.

Algo pactó Luis con la justicia que mi hija no aprueba.

(Este es el Artículo Nº 1.965)

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