Las personas santas mienten por amor, por compasión,
para ayudar y a veces no comprenden por qué terminan en la cárcel.
No es cierto que rechacemos la
mentira, rechazamos sí el descubrimiento de una mentira, rechazamos la mentira cuando
nos perjudica, rechazamos la falsedad injustificada, gratuita, inexplicable,
abusiva, tonta, descuidada, indiferente, burda, atolondrada, desaliñada.
Para algunos pensadores, no
diagnosticados como psicóticos (aún), la verdad no existe, es inaccesible a
nuestro intelecto, nuestros cinco sentidos son insuficientes para captarla.
Si este diagnóstico de la
realidad fuera correcto, lo cual, como acabo de decir, es muy poco probable,
entonces vivimos en un mundo de apariencias en el que nos mentimos, nos
engañamos, nos traicionamos ingenuamente, cuando creemos conocer la verdad.
Algunas personas elaboran
mentiras para hacer el bien y otras elaboran mentiras para perjudicar.
Sobre estas últimas quizá no
valga la pena hacer comentarios porque son las más populares, conocidas,
difundidas, temidas, rechazadas.
Sobre las personas que
elaboran mentiras para hacer el bien existen menos datos porque el propio tema
parece incluir una contradicción.
Los adultos engañan a los
niños para que obedezcan. Se trata de una estrategia tan difundida que se la
considera normal, aceptable, correcta.
Ese engaño se legaliza
diciendo que todo lo que hacemos por los niños lo hacemos por su bien. En este
caso, es moral aquello de que «el fin justifica los medios», por lo tanto,
es ético mentirle a los niños cuando es por su bien.
Claro que, entre los adultos también existen personas más evolucionadas
que otras. Hasta podría afirmar que algunos se conservan infantiles por más
tiempo.
Cuando alguien hace este dictamen de otro adulto, automáticamente se
siente autorizado para mentirle por su bien.
Si esto sucede, el más inescrupuloso se siente pleno de santidad pero
incapaz de comprender por qué está encarcelado.
(Este es el Artículo Nº 1.961)
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