No nos asignaron un nombre porque sí: las palabras,
las denominaciones, los apodos y demás formas de nominación, alivian la
angustia.
Seguramente ya se le ocurrió a
alguien y yo no me enteré: ¿qué ocurriría si a los padres de un recién nacido
se les ocurriera no asignarle un nombre?
Lo primero que se nos ocurre
es que ese niño no podría ser inscripto en los registros nacionales porque ese
organismo del estado impondría su poder para obligar a los padres a que elijan
por lo menos un nombre.
Pues bien, pero es tan alto el
grado de convicción de los padres que se doblegan ante el peso burocrático,
aunque de todos modos deciden no usar ese nombre que tuvieron que elegir bajo
presión.
Nuestro recién nacido solo
podrá identificarse como Pérez González, los apellidos del padre y de la madre:
sin ningún nombre.
Los padres pensaron bien.
Ellos dicen que existen tantas personas con esos dos apellidos que su hijo solo
podrá diferenciarse de cualquier otro si no tiene nombre, pues si lo llamaran
José, por ejemplo, su hijo se confundiría con tantos otros José Pérez González
que seguramente existen, pero su amado hijo no llevará nombre para que sea el
único que pueda tener una identidad propia.
Pero estos padres fueron más
allá en sus pensamientos preocupados por el futuro del pequeño.
Ellos dicen, quizá con razón,
que las personas tenemos un nombre porque los demás creen dominarnos tan solo
pronunciándolo.
En general todos los objetos y
personas están simbolizados por un nombre, palabra, sonido, que permiten
quitarnos esa angustia que provoca lo que no tiene nombre, lo impronunciable,
lo fantasmal, lo que nos parece incontrolable.
Las palabras, los nombres, los
apodos, y demás formas de nominación, alivian nuestra angustia porque creemos
poder dominar aquello que podemos nombrar.
(Este es el Artículo Nº 1.953)
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