Los comienzos de la vida
laboral fueron duros.
Mi trabajo consistía en ir a
Nueva York, en pleno invierno, cuando los vientos provenientes de Canadá logran
que hasta los renos usen bufanda.
Tenía 26 años, mi novia en
Buenos Aires no era muy explícita en sus cartas, o porque no sabía redactar, o
porque su noviazgo le importaba poco.
Entraba en un pozo depresivo
los sábados alrededor de las dos de la tarde, que no paraba de profundizarse hasta
el domingo al anochecer.
En un bar de mala muerte me
sentí observado por una mujer intrascendente que me miraba a través de un
espejo ubicado en el fondo del local.
Este dato es importante para
los psicoanalistas, porque ya pueden comenzar a pensar que quizá esa mujer
fuera un poco retraída, porque le daba la espalda al resto de los parroquianos;
un poco suspicaz porque más que mirar observaba como para no ser vista; y un
poco atrevida, porque su observación no se detuvo cuando se enteró que yo también
la miraba.
Desesperado por la soledad,
agarré mis cosas y me senté en su mesa. Era peruana, estudiante, drogadicta
moderada, lectora de autores maoístas, revolucionaria, (partidaria de Sendero
Luminoso y fanática de Abimael Guzmán), con voz cavernosa de tanto alcohol y
tabaco, más un perpetuo gesto de asco o miopía, en la nariz
Después de unas doce horas de
diálogo repartidas en tres encuentros, me dijo que su fantasía sexual era tal y
cual, rematando la breve descripción con un: «¿Te animás?»
Le dije que no, que no me
animaba, pero que podía intentarlo.
Al día siguiente, en el mismo
bar, hicimos un ensayo. Ella había escrito algunas pautas muy generales que yo
debía actuar con la mayor convicción posible.
Fue espantoso: tuve que
representar a un repugnante marinero, absolutamente despótico, capaz de
humillarla, denigrarla, ofenderla, insultarla, despreciarla, pegarle bofetadas
en la cara aunque intentara atajarlas, tomarla del pelo con salvajismo y
penetrarla analmente sin esperar la dilatación.
Para peor, su cuerpo tenía
abundantes tatuajes con imágenes religiosas que volvían aún más bochornosa mi
actitud.
Una vez terminada la
actuación, quedé esperando algún comentario, pero nada. Fumamos sendos cigarros
de marihuana en silencio y no volví a verla.
Reintegrado a Buenos Aires,
retomamos el noviazgo con mi apática novia. Nos fuimos a vivir juntos y
recuperé mis tenebrosos domingos de tarde.
Cuando estaba de peor humor,
le conté, le encantó y ejecutamos lo de la peruana con tal éxito que desde entonces
me puso en un pedestal del que no me bajó hace más de 20 años.
Todos los días se aprende
algo.
(Este es el Artículo Nº 1.759)
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9 comentarios:
Que cada cual haga realidad sus fantasías, mientras no lastime a nadie.
Recibí cartas apáticas durante doce años. Contesté de forma apática esos doce años. Pero un día respondí a las cartas frías con calor, y empecé a recibir cartas calientes.
Yo quería mirar traspasando el espejo, y una vez lo logré. Pena que lo único que encontré fue la pared.
En los bares siempre me siento al fondo para vigilar todo lo que sucede a mi alrededor. Después empiezo a tomar y cabeceo hasta dormirme. Cuando dejo de vigilar porque me vigilan mis sueños, se aparece siempre Manuel, que me toca el hombro y me dice: ¨vamos negro, que ya es tarde¨.
La mujer que da la espalda pero no cesa de mirar, quiere tener ojos en la nuca.
Tuve que enseñarle a redactar a una chica porque el novio, algo mayor que ella, no entendía el lenguaje que la muchacha usaba en facebook.
Las violaciones ¨cuidadas¨ no me gustan demasiado.
Si por cuidadas se entiende poner en claro qué se quiere, puede salir muy, muy bien.
En los restaurantes observo a la gente y encuentro cantidad de personas desconocidas con las que me gustaría mucho sentarme a conversar.
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