domingo, 25 de noviembre de 2012

Todos los días se aprende algo



   
Los comienzos de la vida laboral fueron duros.

Mi trabajo consistía en ir a Nueva York, en pleno invierno, cuando los vientos provenientes de Canadá logran que hasta los renos usen bufanda.

Tenía 26 años, mi novia en Buenos Aires no era muy explícita en sus cartas, o porque no sabía redactar, o porque su noviazgo le importaba poco.

Entraba en un pozo depresivo los sábados alrededor de las dos de la tarde, que no paraba de profundizarse hasta el domingo al anochecer.

En un bar de mala muerte me sentí observado por una mujer intrascendente que me miraba a través de un espejo ubicado en el fondo del local.

Este dato es importante para los psicoanalistas, porque ya pueden comenzar a pensar que quizá esa mujer fuera un poco retraída, porque le daba la espalda al resto de los parroquianos; un poco suspicaz porque más que mirar observaba como para no ser vista; y un poco atrevida, porque su observación no se detuvo cuando se enteró que yo también la miraba.

Desesperado por la soledad, agarré mis cosas y me senté en su mesa. Era peruana, estudiante, drogadicta moderada, lectora de autores maoístas, revolucionaria, (partidaria de Sendero Luminoso y fanática de Abimael Guzmán), con voz cavernosa de tanto alcohol y tabaco, más un perpetuo gesto de asco o miopía, en la nariz

Después de unas doce horas de diálogo repartidas en tres encuentros, me dijo que su fantasía sexual era tal y cual, rematando la breve descripción con un: «¿Te animás?»

Le dije que no, que no me animaba, pero que podía intentarlo.

Al día siguiente, en el mismo bar, hicimos un ensayo. Ella había escrito algunas pautas muy generales que yo debía actuar con la mayor convicción posible.

Fue espantoso: tuve que representar a un repugnante marinero, absolutamente despótico, capaz de humillarla, denigrarla, ofenderla, insultarla, despreciarla, pegarle bofetadas en la cara aunque intentara atajarlas, tomarla del pelo con salvajismo y penetrarla analmente sin esperar la dilatación.

Para peor, su cuerpo tenía abundantes tatuajes con imágenes religiosas que volvían aún más bochornosa mi actitud.

Una vez terminada la actuación, quedé esperando algún comentario, pero nada. Fumamos sendos cigarros de marihuana en silencio y no volví a verla.

Reintegrado a Buenos Aires, retomamos el noviazgo con mi apática novia. Nos fuimos a vivir juntos y recuperé mis tenebrosos domingos de tarde.

Cuando estaba de peor humor, le conté, le encantó y ejecutamos lo de la peruana con tal éxito que desde entonces me puso en un pedestal del que no me bajó hace más de 20 años.

Todos los días se aprende algo.

(Este es el Artículo Nº 1.759)

9 comentarios:

Luis dijo...

Que cada cual haga realidad sus fantasías, mientras no lastime a nadie.

Manuel dijo...

Recibí cartas apáticas durante doce años. Contesté de forma apática esos doce años. Pero un día respondí a las cartas frías con calor, y empecé a recibir cartas calientes.

Lautaro dijo...

Yo quería mirar traspasando el espejo, y una vez lo logré. Pena que lo único que encontré fue la pared.

Anónimo dijo...

En los bares siempre me siento al fondo para vigilar todo lo que sucede a mi alrededor. Después empiezo a tomar y cabeceo hasta dormirme. Cuando dejo de vigilar porque me vigilan mis sueños, se aparece siempre Manuel, que me toca el hombro y me dice: ¨vamos negro, que ya es tarde¨.

Graciana dijo...

La mujer que da la espalda pero no cesa de mirar, quiere tener ojos en la nuca.

Damián dijo...

Tuve que enseñarle a redactar a una chica porque el novio, algo mayor que ella, no entendía el lenguaje que la muchacha usaba en facebook.

Mirna dijo...

Las violaciones ¨cuidadas¨ no me gustan demasiado.

Lola dijo...

Si por cuidadas se entiende poner en claro qué se quiere, puede salir muy, muy bien.

Daniel dijo...

En los restaurantes observo a la gente y encuentro cantidad de personas desconocidas con las que me gustaría mucho sentarme a conversar.