Cuando era militante estudiantil entrenaba mi puntería tirando piedras en el fondo de la casa de mi abuela. Ella pensaba que era mi pasión cazadora, con raíces en las más remotas épocas del varón primitivo. Nunca quise aclararle que mi objetivo era derrocar un sistema político y no pájaros que nada tienen que ver con la irracionalidad humana.
Cierta vez, hablando con
jóvenes de otro país latinoamericano, un veterano de 30 años nos decía que los
policías uniformados no son personas sino el relleno de una vestimenta que
representa a la institución policial, mientras que los infiltrados, aquellos
que se meten entre los manifestantes vestidos como nosotros, son los más
peligrosos.
— ¡Caramba! —, pensé en
aquel momento, —¿estamos peleando contra trajes azules rellenos de carne?
Con similar lentitud evolutiva
a la de los abedules creciendo a veinticinco grados bajo cero en la estepa
siberiana, ahora que tengo mucho más que treinta años, pienso que esa tela
hueca de los uniformados anda por todos lados y nosotros tan campantes, ni los
notamos.
Peor aún, yo mismo estuve
uniformado durante décadas hasta que un día me desperté bañado en sudor,
aterrorizado porque entendí que era un marido.
Efectivamente, todo marido es
una institución rellena de carne humana que por falta de discernimiento se cree
un individuo pensante, tibio, vibrátil, intenso, reactivo, loco.
Aquel despertar provocó un
divorcio sumario. Con Magdalena nos separamos en 48 horas, ella sigue sin
entender nada, pero ahora no quiero asumir ningún rol uniformado. ¡Ni amante
quiero ser! Mucho menos tío, abuelo o cualquier cargo social que tenga más
protagonismo que yo mismo, Alberto Mendizábal, sin uniformes, atento a las
señales cósmicas del zoológico bípedo.
Cuando le tiraba piedras a los
policías yo creía que estaba atacando a semejantes equivocados, enemigos de
clase, traidores. Nunca tuve cerebro como para darme cuenta que estaba atacando
trajes, gorras, funcionarios públicos, instituciones despersonalizadas,
aparatos del poder.
Cuando me jactaba de ser el «abuelo Alberto», «el tío Beto» o «mi primo bolche»,
sentía que era parte de una red de vínculos tibios, cariñosos, solidarios;
nunca imaginé que era el relleno despersonalizado de un rol social, de una
institución, de un esqueleto.
Mis genitales resecos revivieron cuando abandoné esas caparazones,
cuando empecé a reivindicar la existencia de Alberto, a secas, ex-relleno de
instituciones huecas.
(Este es el Artículo Nº 1.745)
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9 comentarios:
Somos más que un conjunto de roles, pero ante la mayoría de las personas que nos rodean somos sólo eso.
Cuando asumimos un rol, ¨somos de¨ quien se beneficia o necesita de ese rol. Aunque sea falso.
Lo que podemos hacer es no permitirlo.
De mi parte le digo que no despreciaría tanto a las instituciones. Tampoco diría que son tan huecas. Quizás su mayor potencia la logren cuando son creadas a partir de una necesidad muy real y tangible. Luego pueden ir distorsionándose y perdiendo sentido.
Los vínculos son tibios si uno los hace tibios.
El uniformado responde por él y por la institución. Todo tipo de uniformados, no sólo los policías; como muy bien usted señala. Los trabajadores llevamos el uniforme de la empresa. Pero como abuelos, hermanos, padres, tíos o primos, NO. Son roles, sí, pero en esos roles se juega toda nuestra persona. A veces en el rol de trabajador tambíen, lo admito, pero no es lo que ocurre la mayoría de las veces.
SOLO QUIERO SER YO MISMA
¨Alberto Mendizábal, atento a las señales cósmicas del zoológico bípedo¨. Me gusta mucho esa frase.
Los infiltrados responden también a un rol y una institución. Aunque es cierto, son más peligrosos.
Es imposible ser Alberto a secas. Las instituciones nos atraviesan.
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