Estos personajes no existieron alrededor del
año 500 de la era cristiana.
Eran siete guerreros que actuaban en equipo,
como tantos otros, pero de quienes, no hace mucho, llegamos a saber intimidades
de su dinámica interna que ellos ocultaron cuidadosamente.
Su líder indiscutido era Miguel, cuyo rasgo
más trascendente no era visible ni para él mismo. Tuvieron que pasar varios
siglos para que hoy, arqueología psicológica mediante, descubriéramos una
conducta que hasta ahora había sido interpretada como una rareza de alguien
particularmente extravagante.
Este guerrero defendía su vida antes que nada,
como todo el mundo, pero defendía con idéntico fervor el cumplimiento de sus
deseos. Él sentía que la sociedad lo había educado para que postergara hasta el
infinito el cumplimiento de sus órdenes internas, priorizando siempre las
demandas de los demás.
Miguel se rebelaba sistemáticamente contra
quienes intentaban usarlo para satisfacer sus propios deseos y tuvo la suerte
de que muchas veces lo evitó.
Sus compañeros eran menos especiales y se
parecían a los hombres vulgares de la época.
Ahora que lo pienso, estos personajes tenían
una cierta semejanza con Don Quijote y Sancho Panza, con la diferencia de que
este último estaba representado por seis hombres tan aguerridos como su líder.
Pero había otras diferencias que habilitan la
comparación.
Miguel y sus muchachos realmente entraban en
combate contra malhechores e invasores.
Los siete constituían una máquina de batallar que asustaba hasta a los
enemigos más psicopáticos. Generalmente no llegaban a la lucha porque la fama
ponía en fuga a los adversarios.
Los señores feudales pagaban fortunas por sus
servicios que, la mayoría de las veces consistían nada más que en armar
campamento cerca del palacio.
Gustaban de la buena vida aunque la disciplina
que les daba mayor fuerza era la que desplegaban para conservar en armonía sus
deseos con las posibilidades de darles satisfacción.
Se sabía de ellos que habían fecundado a muchas
mujeres y que los hijos no reconocidos se contaban por cientos.
Esa máquina de luchar era tan eficaz porque
Miguel se comportaba sexualmente como una mujer y sus seis compañeros se
desvivían por atenderlo, penetrarlo, cuidarlo y obedecerle, como ocurre con
cualquier esposa que respeta su deseo tanto como Miguel.
(Este es el Artículo Nº 1.738)
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12 comentarios:
Es más fácil, sale más barato, respetar los deseos que reconocemos, que respetar aquellos deseos que nos obligamos a ocultar hasta de nosotros mismos.
¿Qué límite tiene respetar el deseo propio? ¿No tiene límite?
No podemos revelarnos contra quienes nos usan para satisfacer sus propios deseos. Si hiciéramos eso tendríamos que empezar rebelándonos contra nuestra madre, luego nuestra esposa y después nuestros hijos.
Antes los hombres nos decían a las mujeres que ellos estaban para cuidarnos. Nosotras nos lo creímos. Después vimos que en realidad no nos cuidaban tanto, así que les dijimos que dejaran de cuidarnos, que nosotras podíamos cuidarnos solas. Ahora las cosas están como están y ambos nos cuidamos de a ratos.
La parte femenina de Miguel era la zona que lo hacía más varonil. ¡Qué paradoja!
La armonía entre los deseos y la posibilidad de darles satisfacción es algo que conviene cuidar. De lo contrario se producen enfrentamientos y revueltas. Dentro del propio cuerpo y dentro del cuerpo social.
Las mujeres son una máquina de batallar.
Miguel preguntó: ¿cuántos son?. Y le respondieron cuantos eran; cuantos eran ellos. A Miguel lo incluyeron. Recién ahí él comprendió que eran un equipo. Eran siete guerreros. Antes el creía que los guerreros eran ÉL y seis más.
No me gusta que me definan a los personajes por lo que no son. A mí tampoco me gusta que me definan por lo que no soy. Porque la mayoría de las cosas no soy... Y yo quiero ser.
Los líderes indiscutidos me hacen sentir que estoy siempre a las órdenes. ¿Cómo puedo estar a las órdenes y arreglármelas para ser fiel a mi deseo?
Las mujeres somos mucho de decir que nos postergamos. Pero para ser justas, la postergación no es un problema que tenga género.
Me pregunto si Miguel era consciente de que su estrategia era evitar ser usado. O si lo hacía instintivamente, porque ya estaba harto.
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