Es enorme la inhibición que
padecemos por culpa de una realidad psicológica adversa.
En el video asociado a este
artículo utilizo como ejemplo la tragedia que sufren los niños cuando nace un
hermano que viene a invadirle el territorio que imaginaba propio y, peor aún,
viene a compartir el amor de los padres y hermanos mayores.
Los humanos entendemos que el
amor es algo tan indivisible como una roca. Imaginamos que si alguien tiene ese
trozo de roca, nadie más puede tenerlo. Ocurre con un trozo de roca, con un juguete,
con la cama, con la ropa, con el cónyuge: suponemos que si alguien le entrega
su amor, único e imaginariamente indivisible, a una persona, ninguna otra puede
recibir el mismo amor.
Claro que esta definición de
lo que es el amor no permite explicar cómo es posible querer a varios hijos, a
varios amigos, a los dos padres.
El hecho es que los humanos
nos equivocamos: podemos querer a varias personas a la vez, sin que unos se
vean perjudicados por los otros. Podemos amar a uno o a diez sin que eso
disminuya la cantidad de amor que recibe el único o cualquiera de los diez.
Pero el núcleo del tema es
otro.
Cuando imaginamos que nuestra
vida sería terrible si naciera un hermano, padecemos todas las penurias que
podamos imaginar. Por ejemplo, imaginamos 28 desgracias posibles (que nos
invada el dormitorio, que nos robe los juguetes, que todos lo quieran más a él
que a nosotros, que sea muy fuerte y nos castigue, que sea un asesino y nos
mate, que sea diabólico y nos maldiga, y miles de otras amenazas más). Esa es
la realidad psicológica: atormentadora porque contiene la cantidad de
infortunios que la imaginación pueda crear.
Por el contrario, cuando nace
un hermano tenemos una única realidad; nos salvamos de las otras 27 que
hubiéramos imaginado sin este nacimiento.
Entonces, la realidad, por
difícil que sea, es menos penosa que la expectativa angustiada, porque este
sufrimiento incluye muchos más casos y hasta más graves que los acontecimientos
que efectivamente ocurren.
(Este es el Artículo Nº 2.179)
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