domingo, 2 de marzo de 2014

El verdugo


El despertador sonó a las 5:08, porque un presidiario chino lo había convencido de las ventajas del número ocho para cualquier circunstancia de la vida.

A esa hora, el presidio también estaba encerrado en muros de silencio. Los pájaros se mantenían a razonables cuatro o cinco kilómetros. Algo había en la atmósfera que los mantenía alejados. No así los roedores.

Por placer se rascó la cabeza.  Olió su axila derecha y confirmó lo de siempre.

Pensó en su novia y restableció la posición vertical del portarretrato. Hacía más de dos semanas que no besaba la cubierta de vidrio.

—El condenado, ¿habrá podido dormir?— se preguntaron sus neuronas profesionales.

Por curiosidad, se asomó por la ventanilla de la celda y ahí estaba el hombre, totalmente dormido.

Pensó en su novia mientras se duchaba. Tal vez ella  no lo quería pero seguía la relación por miedo.

— ¿Miedo a qué?—, se preguntó retóricamente.

Un verdugo como él recibe órdenes interiores. No le llegan de afuera. Él siente algo en las manos que le indica que deberá hacer un trabajo. Es una característica del oficio. Hablando con colegas, le confirmaron que también ellos sienten lo mismo.

— Esta cárcel parece deshabitada, a pesar de estar llena de futuros fallecidos. A veces creo que estoy sordo—, se dijo con indiferencia.

Fue al comedor, sintió el perfume del café y de los bizcochos recién horneados. Sintió un hambre feroz. Comió y bebió como un vampiro recién salido de una involuntaria abstinencia.

La satisfacción no le duró mucho rato porque se dio cuenta que después de ejecutar al condenado no tendría nada más que hacer. Por algún motivo que no podía imaginar, en algunas semanas había menos trabajo que en otras.

Se dirigió a la celda del moribundo, miró por la ventanita y, mecánicamente, bajó una palanca. La sábana, que subía y bajaba con la respiración, no volvió a subir.

Una mujer le tomó la mano al fallecido y la besó. Varios enfermeros entraron a la celda para quitar unas mangueras que habían enchufado en el cuerpo del condenado.

— Ya terminé todo el trabajo por hoy. Espero que mis manos reciban alguna otra orden porque de lo contrario el día me va a hacer largo—, pensó el verdugo, mientras caminaba, sin destino fijo e inmensamente aburrido.

(Este es el Artículo Nº 2.155)

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