El padre Rogelio amaba a Dios
porque lo había dejado tranquilo en un pueblo del norte argentino. Hacía mucho
que convivía con más o menos doscientas familias, en las que tenía amigos y
enemigos.
No todos los amigos eran los
mejores ciudadanos y viceversa. El padre Rogelio tenía un temperamento áspero y
una lógica personal ligeramente intrasferible.
Los enemigos solían criticarle
el feroz apartamiento de la ética cristiana en asuntos de poder. Él era desmesuradamente
indulgente con los poderosos y ricos. Quienes le pedían explicaciones salían
más confundidos que antes porque los razonamientos del sacerdote eran de una
complejidad inaudita para esas mentes básicas.
Lo que él, infructuosamente,
intentaba explicarles era que «la cabeza es lo único que tenemos que
proteger», por eso los jefes de las dos familias más ricas eran intocables,
porque eran los que les daban trabajo a todos y porque eran quienes los
explotaban para que nadie pudiera abandonar la pobreza predicada por Jesús.
Con este razonamiento, el
padre Rogelio entendía que esos caudillos, enriquecidos a costa de la pobreza
de casi todo el pueblo, eran cristianos que lograban mejores resultados que él
en la prédica de la austeridad.
Una tarde de mucho calor, en
la que la sotana pesaba el doble por acumulación de sudor, llegaron unos autos
lujosos, llenos de gente extraña: eran religiosos de alto rango provenientes de
la capital.
Quienes parecían dormir la
siesta salieron de las casuchas, a medio vestir, para ver qué pasaba. Algunos
pensaron que a Rogelio se lo estaba llevando preso la policía del Vaticano.
No fue fácil explicar que el
padre Rogelio había sido nombrado Papa. Ni siquiera fue fácil para el mismo
sacerdote entender qué estaba pasando.
Después de muchos cabildeos,
manifestaciones, protestas populares, procesiones portando un féretro en el que
supuestamente iba aquel párroco a quien se lo estaban llevando por la fuerza,
el pueblo recobró la calma y la comitiva pudo emprender el regreso a la
capital.
Los acontecimientos
posteriores sucedieron con relativa rapidez. En menos de una semana estaba
aquel sacerdote, olvidado, rodeado del lujo inimaginable del Vaticano.
Las primeras informaciones que
recibió el nuevo Pontífice le dieron la pauta de que en ese feudo los problemas
del poder era infinitamente más graves que en su pueblo. Peor aun, entendió que
ahí, como en ningún otro lado, el sexo masculino conservaba privilegios
medievales.
Durante la noche pensó en
reunir a los más de doscientos prelados que lo secundarían, aunque tratando de
impedirle cualquier innovación que no fuera aprobada por ese grupo de poder.
Le costó dormirse porque la
idea que se apoderó de él era suicida..., pero en su pueblo nadie se suicidaba
porque todos estaban dispuestos a morir por cualquier discusión trivial.
Con el boato propio de ese
extraño país masculino, aquel padre Rogelio, subido en una tarima tan elevada
que lo obligaba a mirar al auditorio con actitud de supremo, los miró a todos
como si fuera uno solo de aquel pueblo de pendencieros, dio un paso a la
izquierda para mostrarse de cuerpo entero, se abrió la sotana blanca y mostró
sus pequeñísimos genitales.
Un coro escandalizado fue
cortado violentamente por el vozarrón del cura:
— Ahora que saben que nadie la
tiene más corta que yo, acá se me obedecerá sin chistar.
Y así ocurrió, hasta que murió
siendo ya muy viejito.
(Este es el Artículo Nº 2.169)
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