Todo placer que se alcance en
estado de enfermedad nos predispondrá a conservarlos (al placer asociado a la
enfermedad), es decir, a postergar y hasta impedir la curación.
No es tan absurdo suponer que a los niños enfermos, cuando
se los agasaja como si cumplieran años, o como si fueran días de Papá Noel,
Reyes Magos o Halloween, se los está preparando, adoctrinando, adiestrando para
que se conviertan en clientes vitalicio de las industrias de la salud: médicos,
exámenes clínicos, medicamentos, sanatorios de lujosa hotelería, empresas de
urgencia médica.
La
inducción parece perfecta, aunque razonablemente no puedo descartar la
hipótesis de que todo es una lamentable casualidad: los padres acostumbramos
predisponer a nuestros hijos para que asocien enfermedad con regalos y
abundantes mimos, y las industrias de la salud se benefician indirectamente de
que en nuestra cultura deseemos estar enfermos para disfrutar.
No
es fácil encontrar dónde está el límite entre la medicina puramente mercantil,
orientada al lucro, y la medicina humanitaria puramente destinada a restablecer
los inevitables quebrantos de salud.
No
hace tantos años que los sanatorios han incluido abundantes criterios
importados desde la hotelería. Para muchos pacientes, curarse es perder el
confort de un lugar de descanso que, en la gran mayoría de los casos, es mucho
más placentero que la propia casa.
Quizá
nuestro cuerpo se cura o no se cura por razones apartadas de la psiquis, las
emociones, las intenciones, el deseo. Sin embargo, muchas personas están
convencidas de lo contrario, es decir, creen que el deseo de curación colabora
de manera importante (y quizá decisiva) en la curación o no del enfermo.
Si
esta creencia fuera verdadera, entonces todo placer que se alcance en estado de
enfermedad nos predispondrá a conservarlos (al placer asociado a la
enfermedad), es decir, a postergar y hasta impedir la curación.
(Este es el Artículo Nº 2.159)
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