Aunque nunca vi a ninguno, estoy segura que estos hombres flacos, fibrosos, de estatura mediana, tienen la cara y los brazos retintos por el sol, pero que si estuvieran desnudos, el resto del cuerpo luciría blanquísimo, como la piel de una joven estudiante de la gran ciudad.
Los he imaginado acostados
sobre un colchón de paja, con la mano apoyada en el vientre, marcando el
contraste entre la piel muy áspera y oscura con la piel blanquísima y suave
como mis senos.
A estos campesinos, los
imagino callados, respetuosos, ligeramente católicos, acostumbrados a bajar la
mirada ante cualquier mujer o demás fuentes de autoridad superior.
De todas las novelas
románticas que había leído para licuar el infinito aburrimiento de aquella vida
campesina, tenía elegidos a varios personajes responsables de mi desfloración:
condes, generales, sacerdotes, ancianos venerables y autoritarios. El único
prototipo extraído de la realidad era este personaje universal: el campesino
tímido, mitad afrodescendientes, mitad damisela aristocrática.
No me explico cómo, en aquel
viaje a la capital, un hombre así estaba sentado en una butaca tan próxima a la
mía.
Lo miraba de reojo y mi cabeza
flotaba. Él nunca me miraba pero sé que sabía todo de mi aspecto exterior. Creí
saber todo de él en muy pocos kilómetros de recorrido. Esa sería mi oportunidad
de desfloración: por un desconocido, humildísimo, con manos ásperas y oscuras,
aterrado por mi condición de mujer rica, elegante, fina.
Los soplidos de la locomotora
me obligaban a imaginar un pistón poderoso, enorme, invencible, capaz de mover
aquella mole de metal, mimetizada con la noche, que abría un túnel en la
oscuridad.
Recordé mis días de
autoerotismo, imaginándome entre los brazos de algún personaje literario y,
ahora, en los brazos marrones de este pobre hombre pobre, quien expondría su
vida, dominado por un deseo que solo mi cuerpo puede provocar.
La calefacción del vagón y
estas bellas fantasías me provocaron sueño. Sé que el tren se detuvo en una
estación en la que se vendían flores y periódicos, pero no me desperté del
todo. Tuve sueños eróticos con el pasajero de las dos pieles, aunque vestido
con ricos ropajes.
Cuando desperté, ya habíamos
llegado a la Estación Central. El hermoso bicolor no estaba; en su asiento
había una margarita con sus colores amarillo y blanco, mirándome.
Con mi tía dimos las vueltas
por la ciudad que teníamos previstas por encargo de mis padres, que esta vez no
me acompañaron.
El ambiente en la casa de los
tíos estaba raro, hablaban en secreto y parecían evitarme con la mirada.
Durante la noche recibieron una llamada.
— Mariana, es tu madre. Quiere
hablar contigo.
El ginecólogo que me atendió
le había informado a mi tía que encontró restos de semen sanguinolento en mi
vagina.
(Este es el Artículo Nº 2.182)
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