domingo, 30 de marzo de 2014

El amor por los trenes


Aunque nunca vi a ninguno, estoy segura que estos hombres flacos, fibrosos, de estatura mediana, tienen la cara y los brazos retintos por el sol, pero que si estuvieran desnudos, el resto del cuerpo luciría blanquísimo, como la piel de una joven estudiante de la gran ciudad.

Los he imaginado acostados sobre un colchón de paja, con la mano apoyada en el vientre, marcando el contraste entre la piel muy áspera y oscura con la piel blanquísima y suave como mis senos.

A estos campesinos, los imagino callados, respetuosos, ligeramente católicos, acostumbrados a bajar la mirada ante cualquier mujer o demás fuentes de autoridad superior.

De todas las novelas románticas que había leído para licuar el infinito aburrimiento de aquella vida campesina, tenía elegidos a varios personajes responsables de mi desfloración: condes, generales, sacerdotes, ancianos venerables y autoritarios. El único prototipo extraído de la realidad era este personaje universal: el campesino tímido, mitad afrodescendientes, mitad damisela aristocrática.

No me explico cómo, en aquel viaje a la capital, un hombre así estaba sentado en una butaca tan próxima a la mía.

Lo miraba de reojo y mi cabeza flotaba. Él nunca me miraba pero sé que sabía todo de mi aspecto exterior. Creí saber todo de él en muy pocos kilómetros de recorrido. Esa sería mi oportunidad de desfloración: por un desconocido, humildísimo, con manos ásperas y oscuras, aterrado por mi condición de mujer rica, elegante, fina.

Los soplidos de la locomotora me obligaban a imaginar un pistón poderoso, enorme, invencible, capaz de mover aquella mole de metal, mimetizada con la noche, que abría un túnel en la oscuridad.

Recordé mis días de autoerotismo, imaginándome entre los brazos de algún personaje literario y, ahora, en los brazos marrones de este pobre hombre pobre, quien expondría su vida, dominado por un deseo que solo mi cuerpo puede provocar.

La calefacción del vagón y estas bellas fantasías me provocaron sueño. Sé que el tren se detuvo en una estación en la que se vendían flores y periódicos, pero no me desperté del todo. Tuve sueños eróticos con el pasajero de las dos pieles, aunque vestido con ricos ropajes.

Cuando desperté, ya habíamos llegado a la Estación Central. El hermoso bicolor no estaba; en su asiento había una margarita con sus colores amarillo y blanco, mirándome.

Con mi tía dimos las vueltas por la ciudad que teníamos previstas por encargo de mis padres, que esta vez no me acompañaron.

El ambiente en la casa de los tíos estaba raro, hablaban en secreto y parecían evitarme con la mirada. Durante la noche recibieron una llamada.

— Mariana, es tu madre. Quiere hablar contigo.

El ginecólogo que me atendió le había informado a mi tía que encontró restos de semen sanguinolento en mi vagina.

(Este es el Artículo Nº 2.182)


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