Roberto Carlos Gómez fue un
joven emprendedor, que supo recorrer las aulas de unas cuantas universidades
especializadas en márquetin, negociación, relaciones humanas y, seguramente,
alguna otra.
Cuando era joven, le
ofrecieron un negocio muy arriesgado pero altamente rentable: llevar dinero a
Ciudad Juárez, en México, en la frontera con Estados Unidos.
Estuvo averiguando en Internet
por qué le ofrecían tanto dinero por llevar dólares en un maletín y entregarlo
personalmente a ciertas personas. El asunto se aclaró enseguida cuando se
enteró de la elevadísima tasa de criminalidad existente en ese lugar.
Con las ideas más claras, le
pidió a un conocido que le enviara no menos de diez candidatos para
guardaespaldas, con la condición de que su aspecto no fuera delator.
El conocido le envió a diez
personas pero solo una no parecía guardaespaldas. Todas las demás no podían
disimular su oficio. Esa única persona fue descartada de plano porque se
trataba de una joven, probablemente de origen indígena del altiplano, con edad
indefinida, que apenas hablaba español.
Roberto Carlos pensó que era
una broma del desconocido, pero luego supo que no.
Después de haber sido
descalificada sin que la escucharan, se acostó en la entrada de la oficina y,
cuando los ocupantes fueron a salir, casi la pisan.
La muchacha se puso de pie, no
medía más de un metro sesenta, se alisó la ropa, miró a los ojos del incrédulo
empleador y le dijo algo así como «Quiero ser su guardaespaldas».
Roberto Carlos pensó en llevarla como escort, es decir, como acompañante
erótica, porque la muchacha era bastante sexy, aunque objetivamente poco bella.
Ahora sí, en un breve interrogatorio, le preguntó cómo lo defendería y
ella apenas dijo que su especialidad era aplicar técnicas que todos habían
olvidado.
La ambición del joven empresario y el deseo de tener su primera aventura
sexual con una indígena, lo llevaron a contratarla pero, en su interior pensó
que los honorarios serían muy inferiores a lo que estaba dispuesto a pagarle a
un profesional.
Los días en Ciudad Juárez fueron transcurriendo sin novedades. La
muchacha lo acompañaba a todos lados, seguía durmiendo en la puerta de la
habitación del hotel, se la veía serena, inclusive cuando recorrían los
suburbios de la ciudad caminando en zonas densamente pobladas, sin calles ni
veredas ni luz.
Cuando Roberto Carlos ya había ganado una fortuna llevando y trayendo
remesas cada vez mayores, surgió una complicación.
Salieron del hotel como siempre, estuvieron recorriendo la zona céntrica
en un coche con taxímetro, se bajaron en una zona muy pobre y comenzaron a
caminar con la valija.
Desde las sombras aparecieron cinco hombres que les cerraron el paso.
Uno les pidió la valija. La muchacha dio un paso al costado para cubrir con su
cuerpo la parte inferior de Roberto Carlos, hubo unos segundos de silencio, se
sintió que la joven gimoteaba, respiraba con profundidad y comenzó a llorar
como si fuera un niño de pocos meses. Exactamente con la misma estridencia,
capaz de destrozarle los nervios a cualquier adulto. El llanto comenzó a ganar
volumen, se encendieron varias luces en las casas, se abrieron puertas,
salieron mujeres dispuestas a socorrer al niño que imaginaron junto a la
guardaespaldas. En menos de un minuto la zona se llenó de gente, preguntando
«¿Qué le pasa al niño?, ¿dónde está, tiene hambre el angelito?».
A todo esto, en la confusión, los maleantes se perdieron entre el
gentío. Roberto Carlos entregó la remesa, pero con ese accidente dio por
terminada su profesión de remesero en Ciudad Juárez.
A la muchacha decidió pagarle lo que tenía destinado para un
profesional, pero como ella toleraba llevar y traer dinero, aunque no poseerlo,
le aceptó bastante menos.
Esto me lo contó la nuera de Roberto Carlos, para explicarme porqué el
suegro padece una ligera disfunción neurológica crónica, que habría sido
invalidante si la guardaespaldas no lo hubiera puesto detrás de ella cuando
comenzó a llorar.
Si los cinco delincuentes siguen vivos, seguramente hace años están
cuadripléjicos.
(Este es el Artículo Nº 2.175)
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