Tocan a la puerta. Ella se despierta y le
pregunta a él:
— ¿Quién podrá ser a esta hora?—. Él no había
sentido los golpes. Se despertó porque ella le movió suavemente el hombro.
Otra vez los golpes, suaves como para que el
llamado fuera solo para los dueños de casa.
En calzoncillos y descalzo, él fue hasta la
puerta y apoyando la oreja derecha preguntó, tratando de no superar el volumen
de los golpecitos:
— ¿Sos vos, Aníbal?—. Del otro lado, una voz
estrangulada por el miedo reptó por la madera:
— ¡Sí, dale, abrime!
El dueño de casa no reconoció la voz, pero
igual abrió la puerta lo suficiente como para mirar el exterior con un solo
ojo.
Apretado contra la puerta estaba su amigo. El
mal aspecto lo impulsó a abrirla tan rápido que el otro casi cae. La cerraron,
Aníbal se abrazó al hombre y este le respondió con otro abrazo que incluyó
besarle la maloliente cabellera.
— ¿Te vieron entrar acá?—, le preguntó, casi
rogando una respuesta negativa.
Desde el interior se encendió una luz y en
segundos apareció Mariana, vestida con una camisa masculina y quizá también
bombacha. Corrió hacia Aníbal y se abrazaron. A pesar del miedo que lo
impregnaba, el muchacho no pudo evitar oler aquel perfume de mujer que le traía recuerdos desesperadamente eróticos y felices.
—
¿Tenés hambre, amor?— le preguntó ella a quien se demoraba en concluir el
abrazo.
—
Tengo de todo. Ando con un hilo de vida y sé que mi vida pende de un hilo. Ya
saben que estoy en la ciudad; están rabiosos; tienen órdenes de entregarme,
vivo o muerto, a la embajada. Lo insólito es que andan con varias fotografías
mías y no saben qué cara tengo ahora—, explicó el muchacho, agitado,
transpirando, los ojos hundidos, las manos flacas incontrolables, tiritando sin
frío.
—
Estás a salvo, Aníbal — dijo, el dueño de casa, tratando de tranquilizar al
amigo. — Te vamos a esconder acá mismo. Aunque nos allanaron varias veces no
creo que vuelvan porque nunca encontraron nada.
Cerrándose
la camisa para que el visitante no se excitara, ella dejó una bandeja con una
taza con café humeante y un trozo de pan relleno con abundante fiambre.
Tocándole el hombro, le dijo:
—
Bañate, mi amor. Después veremos con él cómo nos arreglamos para que te quedes
con nosotros el tiempo que haga falta—, y se internó en el apartamento para
dejar una toalla en el duchero.
Los
hombres quedaron mirándose, intercambiando novelas seguramente muy distintas,
pero que en algún punto del relato los unía.
Cuando
Aníbal volvió de ducharse, calzando ropas y zapatos recién prestados, oyeron
como casi echaban la puerta a abajo con golpes de puño, culatazos y puntapiés
de botas. El visitante quedó pálido, el dueño de casa hizo un gesto de
contrariedad, Mariana apretó la espalda y la cabeza contra el marco de una
puerta.
Apenas
el dueño de casa giró la llave, una tromba de uniformados invadió el pequeño
living, el más alto se dirigió al dueño de casa, otro miró a la mujer sin
prestarle atención, otros dos le hicieron una llave de judo para reafirmar la
inmovilidad del recién apresado, este la miró mientras forcejeaba pero alcanzó
a hacerle un guiño insólitamente tranquilizador.
En
menos de un minuto desaparecieron los militares, la mujer cerró la puerta, miró
a su alrededor para saber del visitante. Este apareció desde atrás de un
sillón. Ella corrió hacia él. Se abrazaron. Los pensamientos de Aníbal eran
menos confusos que sus sentimientos.
Así
se quedaron, aumentando la ebriedad afectiva del varón y quizá también la de
ella. Sin soltarla, le dijo al oído:
—
Se lo llevaron por equivocación. Lo van a matar pensando que soy yo.
—
No te preocupes. Algún día tenía que ocurrir. Para eso estamos. Acostémonos a
descasar. En tres días resucitará.
(Este es el Artículo Nº 2.162)
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