domingo, 22 de septiembre de 2013

Un cigarrillo para fumar después




La oportunidad de poseer un cigarrillo de tabaco comenzó a obsesionarme.

Tenía doce o trece años y siempre hice lo que debía hacer, guiado por los refulgentes rayos disciplinarios que destellaban los ojos de mi madre.

Nunca pude entender por qué se me metió en la cabeza que era a Luis a quien debía pedirle un cigarrillo para fumarlo después. No era la persona más indicada. Creo que me despreciaba porque me portaba bien y tenía buenas notas en el liceo.

Todos decían que él era la piel de Judas y eso le aportaba un prestigio que para mí era inalcanzable.

Se comentaba que ya se había acostado con mujeres del prostíbulo. Él, ni lo afirmaba ni lo negaba, por eso quedamos convencidos de que lo había hecho, que era un gran hombre, modesto, audaz, un adelantado, un ejemplo digno de imitar, pero lamentablemente me despreciaba y eso me dolía.

Durante muchos años estuve tratando de entender por qué demoré tantos meses buscando la oportunidad de pedirle un cigarrillo para guardarlo y fumarlo después.

El hecho es que mientras juntaba coraje para hacerle ese pedido, solo pensaba en él y en sus aventuras con las mujeres. Lo imaginaba actuando con desparpajo, haciéndoles chistes subidos de tono y avergonzándolas.

Llegué a imaginarlo haciendo el amor alternativamente con una y con otra. En mis fantasías, su prestigio era cada vez más alto. Por eso, cada vez me costaba más pedirle el cigarrillo.

Para nada se me ocurría pedir cigarrillos a otro que no fuera Luis, a pesar de que él no perdía oportunidad de hacerme bromas pesadas, especialmente en la ducha del gimnasio, cuando, con el cuerpo enjabonado, simulaba confundirme con una de sus prostitutas.

La dificultad para hacerle mi pedido comenzó a angustiarme, preocuparme, quitarme el sueño. Pensar que yo fuera incapaz de algo tan sencillo me formaba un nudo en la garganta.

Mi mamá, con su mirada de rayos X, intuyó mis tribulaciones y mandó a mi papá para que tuviera un conversación «de hombre a hombre», pero desafortunadamente, tan pronto me dijo que hablaríamos en esos términos, saltó de mi estómago un llanto tumultuoso que lo hizo retroceder.

Según después me contaron, me agarraba el estómago y la pelvis con cada mano. Mi forma de llorar era diferente a la que conocían. Quedaron muy consternados. De noche, en el dormitorio, hablaban en voz muy baja. Quien más hablaba era la voz grave de mi padre.

La situación comenzó a ponerse más difícil pues la imposibilidad de pedir el famoso cigarrillo era cada vez más mortificante, no podía concentrarme en el estudio y me costaba dejar de mirar la cánula negra de un irrigador rectal que ellos mantenían colgado en el baño.

Un día mi padre me dijo que los tres nos mudaríamos a otra ciudad.

Desesperado, salí corriendo a pedirle un cigarrillo a Luis, me lo dio sin dejar de hablar con otros muchachos y nunca más lo vi.

Aún conserva la deliciosa fragancia del tabaco rubio.

(Este es el Artículo Nº 2.028)

No hay comentarios.: