La oportunidad de poseer un cigarrillo de tabaco comenzó a obsesionarme.
Tenía doce o trece años y siempre hice lo que debía hacer, guiado por
los refulgentes rayos disciplinarios que destellaban los ojos de mi madre.
Nunca pude entender por qué se me metió en la cabeza que era a Luis a
quien debía pedirle un cigarrillo para fumarlo después. No era la persona más
indicada. Creo que me despreciaba porque me portaba bien y tenía buenas notas
en el liceo.
Todos decían que él era la piel
de Judas y eso le aportaba un prestigio
que para mí era inalcanzable.
Se comentaba que ya se había
acostado con mujeres del prostíbulo. Él, ni lo afirmaba ni lo negaba, por eso
quedamos convencidos de que lo había hecho, que era un gran hombre, modesto,
audaz, un adelantado, un ejemplo digno de imitar, pero lamentablemente me despreciaba
y eso me dolía.
Durante muchos años estuve
tratando de entender por qué demoré tantos meses buscando la oportunidad de
pedirle un cigarrillo para guardarlo y fumarlo después.
El hecho es que mientras juntaba
coraje para hacerle ese pedido, solo pensaba en él y en sus aventuras con las
mujeres. Lo imaginaba actuando con desparpajo, haciéndoles chistes subidos de
tono y avergonzándolas.
Llegué a imaginarlo haciendo el
amor alternativamente con una y con otra. En mis fantasías, su prestigio era
cada vez más alto. Por eso, cada vez me costaba más pedirle el cigarrillo.
Para nada se me ocurría pedir
cigarrillos a otro que no fuera Luis, a pesar de que él no perdía oportunidad
de hacerme bromas pesadas, especialmente en la ducha del gimnasio, cuando, con el
cuerpo enjabonado, simulaba confundirme con una de sus prostitutas.
La dificultad para hacerle mi
pedido comenzó a angustiarme, preocuparme, quitarme el sueño. Pensar que yo
fuera incapaz de algo tan sencillo me formaba un nudo en la garganta.
Mi mamá, con su mirada de rayos
X, intuyó mis tribulaciones y mandó a mi papá para que tuviera un conversación
«de hombre a hombre», pero desafortunadamente, tan pronto me dijo que
hablaríamos en esos términos, saltó de mi estómago un llanto tumultuoso que lo
hizo retroceder.
Según después me contaron, me
agarraba el estómago y la pelvis con cada mano. Mi forma de llorar era
diferente a la que conocían. Quedaron muy consternados. De noche, en el
dormitorio, hablaban en voz muy baja. Quien más hablaba era la voz grave de mi
padre.
La situación comenzó a ponerse
más difícil pues la imposibilidad de pedir el famoso cigarrillo era cada vez
más mortificante, no podía concentrarme en el estudio y me costaba dejar de
mirar la cánula negra de un irrigador rectal que ellos mantenían colgado en el
baño.
Un día mi padre me dijo que los
tres nos mudaríamos a otra ciudad.
Desesperado, salí corriendo a
pedirle un cigarrillo a Luis, me lo dio sin dejar de hablar con otros muchachos
y nunca más lo vi.
Aún conserva la deliciosa
fragancia del tabaco rubio.
(Este es el Artículo Nº 2.028)
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