Las religiones y las ciencias ofrecen protección a
quienes temen la existencia. Después de la sabiduría aparece la ignorancia
serena.
Por temor al castigo, ¡sólo
por temor!, los humanos tratamos de conocer las leyes que nos gobiernan.
Queremos conocerlas:
— para cumplir aquellas que no
nos molestan;
— para transgredir aquellas
que nos molestan demasiado;
— para usarlas a nuestro favor cuando, para que dejen de molestarnos,
invocamos alguna ley para decirle al insoportable: «lo que haces está
prohibido»;
— para encontrar, en cada
caso, cómo aplicar la fórmula «hecha la ley, hecha la trampa».
Atendiendo a nuestro talento, inteligencia, imaginación, nivel de
tolerancia a la frustración, educación y preferencias varias, tenemos para
elegir dos formas de «conocer las leyes que nos gobiernan»:
1) La ciencia, a la que adherimos porque nos gusta razonar, investigar,
comprobar, hacer estadísticas; y
2) La religión, a la que adherimos porque no nos gusta razonar,
investigar, comprobar, hacer estadísticas y porque preferimos la realidad según
la imaginamos personalmente y no según lo que otros dicen.
Repito el concepto central: «tratamos de conocer las leyes que nos
gobiernan por temor... al castigo, a equivocarnos, a enfermar, a morir».
Esto nos permite suponer que la ignorancia de las leyes es un estado de
serenidad.
Entonces: ¿podríamos llegar a
pensar que la máxima serenidad se logra cuando descubrimos que no sabemos nada?
No deberíamos descartar la hipótesis de que, a ese estado de serena
ignorancia, sólo se llega atravesando de punta a punta todo el campo del saber.
Quienes, exagerando su sagacidad, pretenden encontrarla antes de
atravesar el campo del saber, son en realidad niños inmaduros que viven
sintiéndose permanentemente culpables y transgresores de leyes ignoradas.
Los encontramos a cada momento: son personas que hacen alarde de gran conocimiento,
habilidad, experiencia, inteligencia, sagacidad, infalibilidad.
Las religiones y las ciencias, los protegen.
(Este es el Artículo Nº 2.009)
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