Mariana se despertó temprano, como todos los días, pero pensando en
Manuel.
Este hombre, que aparentaba tener más de cuarenta años, era tan peludo
como casi todos los armenios.
Manuel tenía un puesto de venta de frutas y verduras. Todo el año lo
atendía, desde la madrugada hasta que llegaba el último cliente que volvía de
trabajar, apurado para preparar la cena.
Invierno y verano usaba algo que, en Uruguay, llamamos «musculosa», porque, al cubrir una pequeña parte del tórax, deja a la
vista los relieves masculinos que puedan existir.
Mariana había estado jugando con sus
sobrinos y, durante la noche, soñó que eran sus hijos, pero con ojos grandes y
hermosos, como los de Manuel.
Claramente, por algo se despertó pensando en
él.
Otra vez, desde que se peleó con el novio, sintió una inconfundible
sensación en la pelvis, esa que señala sus ganas de tener hijos, gestados, en
este caso, por el verdulero-armenio-acalorado-y-peludo, Manuel.
— Recuperaste tu cara de obsesionada con algún hombre—, le comentó la
madre, sirviéndole el desayuno.
Esta mujer nunca terminaba de sorprender a Mariana. ¡Cuántas palabras
menos tenía que gastar, gracias a la profunda sensibilidad de su madre!
La muchacha aprobó levantando la ceja que la inquisidora no alcanzaba a
ver, pero no hacía falta: como en cualquier cultura, la no respuesta es una
respuesta afirmativa.
— ¿Se puede saber quién es?—, preguntó la madre, mientras elegía qué
papas pelaría primero para cocinar el almuerzo.
Mariana, con la mirada perdida, aunque detenida en una mancha de óxido
de la heladera, se limitó a informarle: — Es casado.
La mujer también arqueó la ceja que Mariana no podía ver, y
lacónicamente indagó: — ¿Y?
La muchacha, con la misma frialdad que se decide un ataque terrorista,
comentó, como hablándose a sí misma:
— Intentaré que me embarace hoy. Entre las dos y las tres de la tarde es
cuando llegan menos clientes. Ya tengo 28 años y necesito un hijo de él. No
recorreré nuevamente el estúpido camino de un noviazgo esperanzador. Recién
miré el almanaque y estoy ovulando. Espero que no se me atraviese nada.
Como quien se prepara para ir al médico, la muchacha estuvo esperando la
hora de salir. Tomó la precaución de perforar dos preservativos con un alfiler
y salió a buscar su embarazo.
Efectivamente, no andaba nadie por la calle, Manuel estaba sentado en un
cajón, dormitando y la muchacha se acercó a él.
Como si estuviera hipnotizado, fue llevado al minúsculo baño; al pasar
entre las pilas de cajones, ella se apretó contra él, le acarició los genitales
con desesperada suavidad. Se le aceleró el corazón al sentir el endurecimiento.
Con dulzura maternal, sacó el pene del pantalón y Manuel, sin salir de la
hipnosis, la penetró, enceguecido por el deseo.
A pesar de tanta frialdad y manipulación, la muchacha comenzó a tener
orgasmos uno tras otro, hasta que el
armenio se retiró después de eyacular.
Ahora la hipnotizada parecía ser ella. Salió casi corriendo del
comercio, entró al baño de su casa, se sentó en el bidé y comenzó a llorar, de
placer, por los espasmos corporales que aún sentía, pero también frustrada,
porque la penetración había sido anal.
(Este es el Artículo Nº 2.035)
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