Aquella tarde de calor
insoportable, Mariana volvió de la iglesia y se sentó en el escalón de su casa,
sin avisarle a nadie que había vuelto.
Miró la bicicleta estacionada
en la puerta y se dijo:
— ¡Qué lindo era el olor de
papá cuando todavía me quería!—, al recordar cuando, sentada sobre el travesaño
y utilizando la misma almohada sobre la que había dormido, se iban a la
escuela, con el aire en la cara, el ruido monótono del mecanismo y el ritmo
respiratorio del hombre que sentía sobre el cabello que la madre había peinado
con mucho apuro porque tenía que irse a trabajar.
Cuando llegaban a la calle
empinada a Mariana se le contraía el estómago y apretaba más fuerte el manubrio
intentando colaborar, ingenuamente, con el esfuerzo del padre.
— Si esa bicicleta
hablara...—, pensó y sintió un mínimo estremecimiento.
Cuando cumplió once años,
Baltasar la invitó a pasear en la misma bicicleta, usando la misma almohada,
que ella robó de su
cama porque no quería que nadie supiera de la invitación.
Baltasar tenía trece años y modales de más grande, porque
sabía actuar como adulto. Al menos para lo que Mariana entendía de adultos a
través de sentir la respiración de su papá e imaginarse qué iría pensando
mientras la llevaba a la escuela.
En esta ocasión, aunque ella se sentó en el manubrio, el
muchacho manejó con tanto cuidado que la hizo sentir segura.
Se sintió segura de no caerse, pero no se sintió segura de
qué haría ella si Baltasar quisiera comportarse como un hombre con una mujer.
Lo más preocupante era sentir que estaba ocurriendo algo raro, fuerte, intenso
e imposible de entender. Inexplicable.
Claramente, Baltasar se estaba comportando como un hombre
con una mujer, porque cada poco rato sus labios se apoyaban, sin disimulo, en
la espalda de ella.
Llegaron al arroyo que pasa al costado del pueblo y se
dedicaron a caminar sobre la callecita de piedras por la que corría una fina
capa de agua fresca.
Extrañamente, no había ningún vecino lavando su coche con
esa agua que superaba en suavidad a la que circulaba por las cañerías.
Baltasar la llevó hacia adentro del bosquecito de árboles
enanos y al llegar a un pequeño claro, la abrazó; ella se sintió muy feliz, sin
miedo. La besó en el cuello, le bajó el cierre del vestido, la desvistió, él se
quitó el pantaloncito corto y la camisa. Quedaron desnudos.
Se acariciaron con gran pasión.
De entre el apretado follaje podrían haberse visto los
ojitos desorbitados de varios niños que Baltasar había invitado para que se
estrenaran como hombres, mirando cómo es una mujer desnuda.
Uno de ellos, el que quizá algún día trabajaría como
periodista, no soportó tanta información junta y corrió a contárselo al padre
de la niña.
(Este es el Artículo Nº 2.014)
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