Aunque actualmente es más difícil
esperar, porque muchos procesos se han acelerado, los humanos nunca supimos
esperar al pensamiento.
Cuando salimos de nuestras casas, estamos dispuestos a esperar un
cierto tiempo a que llegue el colectivo que nos trasladará hasta la zona donde
trabajamos.
Si no llega puntualmente, sabemos que tenemos que esperar, a veces
mucho tiempo, porque el bus que debía pasar sufrió una avería y la empresa no
pudo asignar otro para remplazarlo.
Cuando nos dedicamos a cocinar alimentos, estamos dispuestos a esperar
un cierto tiempo a que cada uno de los ingredientes alcance su punto de cocción
adecuado.
Sabemos que a veces tenemos que esperar un poco más porque los mismos
alimentos pueden ser más duros que otros y tenemos que esperar que se
conviertan en tiernos dándoles más tiempo en el hervor.
Los ejemplos de situaciones en las que sabemos esperar son muchos, pero
hay una situación, que se nos aparece bastante a menudo, que no aprendemos a
tolerar: el pensamiento funciona a una cierta velocidad y, para ir del planteo
de un problema hasta su resolución, pueden pasar minutos, horas, semanas,
meses, años.
Imaginemos
por un instante qué nos ocurriría si, ante una demora en la llegada del bus,
retornáramos a nuestra casa y retomáramos la agradable tarea de seguir
durmiendo; o qué nos ocurriría si, al instante de poner los alimentos a
cocinar, nos diéramos cuenta que aún no se pueden comer y tiráramos todo a la
basura.
Siempre ha
sido difícil esperar. Los humanos de todas las épocas sufrieron algo de
ansiedad: han tenido que esperar que terminen las guerras, las epidemias, las
lluvias, las hambrunas, las invasiones.
Ahora es más
difícil esperar porque muchos procesos se han acelerado gracias a la
tecnología.
Conclusión: al funcionamiento cerebral también hay que
saber esperarlo.
(Este es el Artículo Nº 2.030)
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