domingo, 15 de septiembre de 2013

Idealismo mortífero


Cada vez que termino la tarea de dormir soy presa del malhumor. Esto me ocurre todos los días, todas las madrugadas, porque nunca termino la tarea más allá de las 3:00 a.m.

La modorra me alienta una esperanza que la realidad se encarga de frustrar: no volveré a dormirme hasta dentro de, por lo menos, veinte horas.

En la oscuridad más impenetrable, no sé si soy ciego o vidente hasta después de las seis de la mañana porque, en mi país, sólo tenemos luz eléctrica entre la hora 17:00 y la hora 22:00.

Por su parte, la luz natural también está vigente durante un período muy acotado.

De todo esto me enteré, muy a mi pesar, cuando visité un país en el que la corriente eléctrica funciona permanentemente y de lunes a domingo. A su vez, de puro redundantes, cuentan con alrededor de 18 horas de luz natural.

Si no hubiera hecho ese viaje ahora no sentiría que padezco escasez de energía eléctrica y de luz natural. La escasez de sueño ya la conocía.

Con las primeras horas de la mañana pude enterarme de que, durante la noche, todas las paredes de mi habitación habían cambiado de color. Antes eran verdes y ahora son rosadas. A medida que fue avanzando la luz natural, el color se fue oscureciendo, como pasa con los cristales fotocromáticos.

Mi único placer mundano, eructar, se estaba demorando. Para consolarme, hice chasquear mi boca simulando tener algo imposible: algún alimento estacionado entre los dientes.

Tener hambre comenzó siendo el resultado de mi pobreza pero logró convertirse en algo que me aporta señales de existencia. Ese dolor en el estómago me da energía. Por lo demás, mi cuerpo no genera otras señales de vida. Los eructos son impostados. El hambre es genuina, auténtica, natural, creíble.

Al salir a la calle para ver si encontraba algún calmante para mi hambre, comencé a revisar los recipientes de basura infructuosamente. Sin embargo, un impulso injustificado y obsesivo me impuso volver a revisar nuevamente a los que ya había descalificado.

Efectivamente, revisando el cuarto vi algo con el mismo color que ahora tienen mis paredes. Mi mano tuvo que tocarlo, aprisionarlo y ponerlo en el único bolsillo sano del pantalón.

Volví a la habitación, las paredes eran nuevamente verdes, abrí el envoltorio rosado y una calavera sobre dos tibias cruzadas, me miró.

Le quité el tapón y, antes de empinarme la botellita, me pregunté:

— ¿Otras vez soñando con un mundo mejor?

Envolví todo como estaba y salí a buscar comida, como corresponde.

(Este es el Artículo Nº 2.021)


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