domingo, 11 de agosto de 2013

Urgencia amorosa




Como ya lo habían adelantado las mariposas de alas ribeteadas mediante su hermosa caligrafía aérea, el rey podría tener un accidente sentimental porque últimamente la reina lo miraba sin abrir totalmente los párpados.

Así ocurrió en una madrugada otoñal cuando los encargados de ordeñar a las cabras notaron que la atmósfera se había tornado más gris de lo normal cuando el sol empezaba a asomarse en aquella comarca que flota donde ninguna mirada humana puede verla.

El tambero habló con el jefe de gendarmes, este lo miró desconfiando, pero al observar las nubes del reino, olfateó resoplando con equina sonoridad y salió corriendo hacia el interior del palacio.

Estuvo golpeando puertas y dando la voz de alarma con breves susurros.

En menos de cien granos de arena se llenaron los corredores y alguien preparó el carruaje previsto para atender las crisis amorosas de la pareja real.

Los oficiales con suficiente rango como para entrar a la recámara la invadieron sin anunciarse y allá encontraron al pobre rey con los ojos cerrados y respirando como en un llanto continuo.

A su lado, parada con los hombros muy caídos, la reina lo miraba como si así pudiera reanimarlo.

Sin muchos miramientos cargaron al rey como si fuera un paquete flexible y largo sobre una camilla con forma de media caña y salieron disparados hacia el vehículo de las urgencias reales.

Ante un chasquido del látigo los seis cerdos blancos adelgazaron al instante, estiraron sus patas al doble y comenzaron una carrera demencial. El látigo luminoso formaba rúbricas en el aire, silbaba como un viento helado y los cerditos no paraban de correr.

Apareció volando y se sentó junto al conductor un hombre de galera, le dijo algo en secreto, este asintió con gesto profesional y al pasar la siguiente nube verde detuvo la piara y, como en un box de fórmula 1, diez uniformados remplazaron a los cerdos fatigados por cuatro liebres grandes como caballos.

Recomenzó la carrera contra el tiempo pero se hizo difícil ver la silueta del carruaje borroneada por la velocidad.

Unos carteles indicadores anunciaban «Nube rosada a mil granos de arena», «Nube rosada a quinientos granos de arena». El rey casi no respiraba, con los ojos cerrados continuaban los espasmos de llanto, las mariposas agitaban las alas en torno a la casi inerte nariz.

«Nube rosada a cien granos de arena» y al entrar en el aire rosado de la comarca, el rey tuvo una breve convulsión, aspiró aire rosado y expiró aire gris. Su rostro desplegó una enorme sonrisa, las mariposas dejaron de revolotear, las liebres detuvieron su marcha sin señales de fatiga, el conductor se quitó la galera y se secó el sudor de la frente con la manga del uniforme blanco.

El duelo por el amor de la reina perdido había concluido.

(Este es el Artículo Nº 1.986)

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