Como ya lo habían adelantado
las mariposas de alas ribeteadas mediante su hermosa caligrafía aérea, el rey
podría tener un accidente sentimental porque últimamente la reina lo miraba sin
abrir totalmente los párpados.
Así ocurrió en una madrugada
otoñal cuando los encargados de ordeñar a las cabras notaron que la atmósfera
se había tornado más gris de lo normal cuando el sol empezaba a asomarse en
aquella comarca que flota donde ninguna mirada humana puede verla.
El tambero habló con el jefe
de gendarmes, este lo miró desconfiando, pero al observar las nubes del reino,
olfateó resoplando con equina sonoridad y salió corriendo hacia el interior del
palacio.
Estuvo golpeando puertas y
dando la voz de alarma con breves susurros.
En menos de cien granos de
arena se llenaron los corredores y alguien preparó el carruaje previsto para
atender las crisis amorosas de la pareja real.
Los oficiales con suficiente
rango como para entrar a la recámara la invadieron sin anunciarse y allá
encontraron al pobre rey con los ojos cerrados y respirando como en un llanto
continuo.
A su lado, parada con los
hombros muy caídos, la reina lo miraba como si así pudiera reanimarlo.
Sin muchos miramientos
cargaron al rey como si fuera un paquete flexible y largo sobre una camilla con
forma de media caña y salieron disparados hacia el vehículo de las urgencias
reales.
Ante un chasquido del látigo
los seis cerdos blancos adelgazaron al instante, estiraron sus patas al doble y
comenzaron una carrera demencial. El látigo luminoso formaba rúbricas en el
aire, silbaba como un viento helado y los cerditos no paraban de correr.
Apareció volando y se sentó
junto al conductor un hombre de galera, le dijo algo en secreto, este asintió
con gesto profesional y al pasar la siguiente nube verde detuvo la piara y,
como en un box de fórmula 1, diez uniformados remplazaron a los cerdos
fatigados por cuatro liebres grandes como caballos.
Recomenzó la carrera contra el
tiempo pero se hizo difícil ver la silueta del carruaje borroneada por la
velocidad.
Unos carteles indicadores
anunciaban «Nube rosada a mil granos de arena», «Nube rosada a quinientos granos de
arena». El rey casi no respiraba, con los ojos cerrados continuaban los
espasmos de llanto, las mariposas agitaban las alas en torno a la casi inerte
nariz.
«Nube rosada a cien granos de arena» y al entrar en el aire rosado de la
comarca, el rey tuvo una breve convulsión, aspiró aire rosado y expiró aire
gris. Su rostro desplegó una enorme sonrisa, las mariposas dejaron de
revolotear, las liebres detuvieron su marcha sin señales de fatiga, el
conductor se quitó la galera y se secó el sudor de la frente con la manga del
uniforme blanco.
El duelo por el amor de la reina perdido había concluido.
(Este es el Artículo Nº 1.986)
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