Mariana nació en un hogar como
todos, es decir, único, diferente a cualquiera, exclusivo: sus padres eran
únicos, sus hermanos irrepetibles, ninguna otra casa era como aquella, en
ubicación, en diseño, en tamaño, en colores, en orientación respecto al sol,
por las corrientes de aire que podían atravesarla, por el perfume que salía de
las paredes, de los muebles de madera, de los hules plásticos, de la cera del
piso, y el que aportaban los cuerpos de cada uno de los seis habitantes.
La madre, doña Leonor,
resistía estoicamente los interminables pedidos de incorporar alguna mascota.
Para ella ningún animal debía estar expuesto a ese encarcelamiento apartado del
hábitat natural. De nada valieron ruegos, promesas, amenazas, incorporaciones
por la vía de los hechos: ella no los permitía y su esposo, don Mario, la
apoyaba, en esta decisión que él no compartía, y en cualquier otra porque,
según él, su hogar era un matriarcado monárquico con acceso al autoritarismo
cada vez que las circunstancias así lo requirieran.
Quienes por nuestro trabajo como asistentes
sociales conocíamos muchos hogares sabíamos que esta era una familia ejemplar,
pero también entendíamos que a Mariana, la hija mayor, no le gustara ser modelo
de nada. Por eso, con 17 años, quería irse, enamorarse e irse, lejos de esa
casa donde no se podía tener un perro.
Con ese punto de vista no tardó en
enamorarse..., de mí. Yo siempre la miraba pero nunca pensé que pudiera tener
tanta suerte como para que ella me correspondiera.
Me sentía millonario, feliz, radiante y urgido
para casarnos y darle el gusto de que se alejara de su familia.
Así ocurrió en pocos meses. Creo que cometí
algunas locuras en mi afán de que no le faltara nada en SU casa.
Mi endeudamiento trepó hasta darme vértigo,
pero mi pasión por ella era un anestésico para la cordura.
Tuvimos dos hijos y yo no paraba de pagar
deudas originadas en la compra de lo que ella me pidiera y también de lo que
solo mirara con ojos anhelantes.
A los tres años, aprovechando que los niños
estaban en una fiesta de cumpleaños, Mariana me abrazó y me dijo: «Estoy enamorada».
Se me
llenaron los ojos de lágrimas, ella lo detectó al instante y me agregó muy
triste: «...pero de otro hombre».
No sé si
sufrí un infarto, ni quise enterarme porque no me importó más nada.
Su frase
fue como una guillotina que me destrozó. ¡Nunca lo hubiera imaginado!
Lloré
desconsoladamente durante días, ella me abrazaba y me acariciaba el cabello.
Imaginé mil escenas eróticas con otro hombre, me apretaba los ojos para dejar
de imaginármelas.
Repentinamente,
Mariana falleció.
Buscando
entre sus cosas encontré los datos y las fotos del otro hombre. Fui a su casa a
informarle de la muerte de su amada Mariana y el hombre, con un gesto que no
entendí, me dijo: «Ah, sí, quizá sea una señora que me saca fotos cuando llevo
a mis hijos a la plaza».
(Este es el Artículo Nº 2.000)
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