domingo, 25 de agosto de 2013

El gran amor de Mariana



 
Mariana nació en un hogar como todos, es decir, único, diferente a cualquiera, exclusivo: sus padres eran únicos, sus hermanos irrepetibles, ninguna otra casa era como aquella, en ubicación, en diseño, en tamaño, en colores, en orientación respecto al sol, por las corrientes de aire que podían atravesarla, por el perfume que salía de las paredes, de los muebles de madera, de los hules plásticos, de la cera del piso, y el que aportaban los cuerpos de cada uno de los seis habitantes.

La madre, doña Leonor, resistía estoicamente los interminables pedidos de incorporar alguna mascota. Para ella ningún animal debía estar expuesto a ese encarcelamiento apartado del hábitat natural. De nada valieron ruegos, promesas, amenazas, incorporaciones por la vía de los hechos: ella no los permitía y su esposo, don Mario, la apoyaba, en esta decisión que él no compartía, y en cualquier otra porque, según él, su hogar era un matriarcado monárquico con acceso al autoritarismo cada vez que las circunstancias así lo requirieran.

Quienes por nuestro trabajo como asistentes sociales conocíamos muchos hogares sabíamos que esta era una familia ejemplar, pero también entendíamos que a Mariana, la hija mayor, no le gustara ser modelo de nada. Por eso, con 17 años, quería irse, enamorarse e irse, lejos de esa casa donde no se podía tener un perro.

Con ese punto de vista no tardó en enamorarse..., de mí. Yo siempre la miraba pero nunca pensé que pudiera tener tanta suerte como para que ella me correspondiera.

Me sentía millonario, feliz, radiante y urgido para casarnos y darle el gusto de que se alejara de su familia.

Así ocurrió en pocos meses. Creo que cometí algunas locuras en mi afán de que no le faltara nada en SU casa.

Mi endeudamiento trepó hasta darme vértigo, pero mi pasión por ella era un anestésico para la cordura.

Tuvimos dos hijos y yo no paraba de pagar deudas originadas en la compra de lo que ella me pidiera y también de lo que solo mirara con ojos anhelantes.

A los tres años, aprovechando que los niños estaban en una fiesta de cumpleaños, Mariana me abrazó y me dijo: «Estoy enamorada».

Se me llenaron los ojos de lágrimas, ella lo detectó al instante y me agregó muy triste: «...pero de otro hombre».

No sé si sufrí un infarto, ni quise enterarme porque no me importó más nada.

Su frase fue como una guillotina que me destrozó. ¡Nunca lo hubiera imaginado!

Lloré desconsoladamente durante días, ella me abrazaba y me acariciaba el cabello. Imaginé mil escenas eróticas con otro hombre, me apretaba los ojos para dejar de imaginármelas.

Repentinamente, Mariana falleció.

Buscando entre sus cosas encontré los datos y las fotos del otro hombre. Fui a su casa a informarle de la muerte de su amada Mariana y el hombre, con un gesto que no entendí, me dijo: «Ah, sí, quizá sea una señora que me saca fotos cuando llevo a mis hijos a la plaza».

(Este es el Artículo Nº 2.000)

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