Nuestra mente suele
confundir al símbolo con la cosa simbolizada. Creemos que una palabra es,
tangiblemente, eso que significa.
«Saben ustedes que una palabra, tan solo una palabra, podría cambiar
la situación de millones de personas...: «honestidad»»—, declamó dramáticamente
el actor.
Bajo el hechizo del magnetismo actoral es
posible que alguien acepte ingenuamente que este parlamento teatral profesa una
verdad.
Efectivamente, nos ocurre a todos: las
palabras pueden generarnos una suerte de fascinación que nos embriaga, adormece
nuestro espíritu crítico, nos vuelve crédulos.
Por ese motivo, para algunos espectadores fue
posible soñar con que una sola palabra, tan fácilmente pronunciable, se
resuelve algo que no hemos podido evitar desde que el mundo es mundo: la
honestidad.
Nuestras mentes se adormecen, pierden lucidez,
se enamoran y pueden tomar decisiones fundadas en datos imaginarios,
incomprobables, falaces.
Nos ocurre individualmente pero mucho más
profundamente nos ocurre cuando integramos un colectivo afectado por el mismo
estímulo: confundimos el símbolo con la cosa simbolizada.
Los soldados que van a la guerra cantando
canciones de gloria, sienten que ya ganaron, la psicosis colectiva potenciada
por el coro de voces estentóreas, fanáticas, inflamadas de pasión, los puede
llevar a dejarse matar como moscas..., aunque en algunos casos, justo es
reconocerlo, ese entusiasmo enfermizo hace que el enemigo se asuste y huya
despavorido.
La estatua a la libertad que recibe a los
inmigrantes que llegan a Nueva York ha sido muy persuasiva y le ha dado a ese
pueblo la sensación y la fama de que es un modelo de democracia, de paz, de
armonía, de progreso, aunque tendríamos que pensar que otra habría sido la
historia sin esa estatua.
Los libros de auto-ayuda explotan este defecto
mental: en base a puras palabras nos hacen creer que, al finalizar la lectura,
todo estará mágicamente solucionado: ¡Error!
(Este es el Artículo Nº 2.002)
●●●
No hay comentarios.:
Publicar un comentario