Al nacer, Mariana Roslic fue «donada» a unos campesinos
inmigrantes rusos que ya tenían cuatro hijos.
Creció
tropezando o tropezó creciendo, según aclara cuando se pone pensativa y
autobiográfica.
Cuando
tenía 22 años padeció varias crisis de pánico que la aterraron más que otros
sucesos penosos de su vida.
El
psiquíatra que la atendió en un hospital montevideano le dijo que le haría bien
vivir en el campo y que él mismo le recomendaría a un estanciero que estaba
necesitando una cocinera en uno de sus establecimientos agropecuarios.
Allá marchó
Mariana con su breve mochila y con el corazón apretujado por el temor a otro
ataque de pánico.
Luego de varias
horas desembarcó en la Estancia «El Pirincho», donde la recibió un hombre con
cabeza y ojos de águila.
El trabajo
era duro: tenía que hacer comida dos veces al día para diez personas y ella
misma. Los comensales no eran exigentes pero sí bastante rudos, malhumorados y
misóginos.
Tanto
odiaban a las mujeres que nunca estaban conformes con la comida, hacían
alusiones en voz alta sobre el peinado, el tamaño de la boca y hasta sobre la
moña del delantal.
«El
águila», capataz severísimo, despótico y temible, no hacía nada para moderar el
acoso a Mariana. Ella lloraba en su dormitorio antes de dormir.
Cierta vez
no pudo esperar y comenzó a llorar en la cocina, mientras lavaba la vajilla.
«El águila» entró, la vio temblando como una libre rodeada de perros gruñones e
inexplicablemente la abrazó.
Sorprendida
y desesperada respondió a su abrazo apretándose contra el cuerpo huesudo del
hombre y escuchó de este:
— ¿Qué le
pasa?
— Todos me
odian, tengo miedo, no aguanto más.
— ¿Quiere
terminar con su miedo para siempre?
— ¿Qué
tengo que hacer?—, respondió ella mecánicamente.
— Tiene que
ser madre de padre desconocido.
Ella no
entendió y él continuó.
— Cuando
esté ovulando la estaquearé sin ropa en el piso del galpón y, a oscuras, los
diez peones y yo eyacularemos en su vagina.
Mariana no
podía creer en ese desatino pero tampoco tenía muchas opciones. Pensó que si
obedecía a «El águila» este la protegería.
Así ocurrió
y ella aguantó como aguantan tantos pacientes algunos tratamientos médicos.
Pasaron tres
períodos menstruales sin que ocurriera el esperado embarazo de padre desconocido, sin embargo los hombres comenzaron a
tratarla mejor, algunos hasta bajaban la vista cuando ella les hablaba.
Ante la
quinta menstruación, Mariana interpeló a «El águila»:
— ¿Qué pasa
que no me embarazan?
— ¿Qué pasa
con sus crisis de pánico?—, retrucó «El águila» con similar impertinencia.
— ¡Ah, las
había olvidado! ¡Desaparecieron!
— Quienes
copulamos con usted siempre usamos preservativo. Me alegro que se haya curado.
Cuando
Mariana me contó esta historia en nuestra noche de bodas lloramos juntos y la
amé aún más.
(Este es el Artículo Nº 1.979)
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