Culturalmente estamos
obligados a tener deseos coherentes, explicables, razonables. Como es
imposible, creamos explicaciones coherentes pero llenas de falsedades.
Tenemos la obligación de mentir porque si decimos la verdad
nos convertimos en un peligro para la sociedad.
Nuestra mente es una parte del cuerpo que segrega ideas que
convertimos en relatos.
Nuestro cuerpo es parte de la naturaleza y responde a sus
leyes.
Una de las leyes naturales de nuestra especie es la de
juntarnos, no aislarnos, formar colectividades. Para que esto ocurra tenemos el
instinto gregario.
Para poder conciliar mejor los distintos intereses creamos
una cultura, es decir, un código general de comportamiento. En forma más
detallada, dentro de esta cultura tenemos normas inflexibles cuyo
incumplimiento nos acarreará castigos.
En ámbitos muy privados, cada uno puede disponer de ciertas
libertades para atender sus gustos personales: podemos tener vida sexual o no,
podemos alimentarnos con vegetales o no, podemos practicar deportes o no, y así
por el estilo.
En suma: estamos
condicionados por las leyes naturales en cuanto a que no podemos volar,
necesitamos oxígeno para respirar, a veces tenemos que dormir, comer, evacuar
residuos digestivos, precisamos ser amados y protegidos durante los primeros
años de vida, y así por el estilo.
A modo de una segunda lista de mandatos, debemos cumplir con
ciertas normas impuestas por las colectividades y también debemos cumplir con
ciertos usos y costumbres porque de no hacerlo tendremos dificultades con los
demás. La extravagancia es desaprobada y se manifiesta por el abandono, la
crítica y otras manifestaciones de desamor.
Como digo en el primer párrafo, tenemos la obligación de
mentir porque nuestros deseos no son coherentes, suelen ser contradictorios,
antojadizos, inexplicables, pero las normas de convivencia nos prohíben las
conductas que no puedan ser explicadas razonablemente, por eso la mayoría de
esas explicaciones son falsas.
(Este es el Artículo Nº 1.988)
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