
Esto ocurrió más de trescientos años antes de nuestra era en un lugar de Asia (Éfeso) que hoy pertenece al territorio de Turquía.
La persona que perpetró este crimen (Eróstrato) logró su objetivo. Por lo tanto el método destructivo para lograr el tan codiciado ascenso a la fama sigue siendo eficaz.
Por ejemplo, asesinar personas muy importantes (Olof Palme, John Kennedy, John Lennon) puede tener como pequeño móvil el trascender, pasar a la historia sea como sea.
Quienes juzgaron a Eróstrato fueron muy sabios pero fracasaron.
Efectivamente, en la sentencia se prohibió bajo pena de muerte el registro de su nombre... pero ya ve: 2.300 años después seguimos hablando de aquel incendiario que sólo quería ser famoso.
Aprendemos mucho de la psicología humana gracias a estos casos tan excepcionales, llamativos, escandalosos.
Porque el asunto no para en este señor Eróstrato o en cualquier otro homicida de personalidades célebres (magnicida), sino en lo que estamos haciendo todos los días las personas comunes y corrientes.
El miedo a la muerte definitiva (remarco lo de «definitiva» porque hay quienes creen en la reencarnación o en vidas futuras) es una fuente de angustia que no sabemos cómo detener.
Algunos de los recursos más frecuentes para repetir la actitud de Eróstrato (aunque en escala más pequeña) es, por ejemplo, cumplir con la receta clásica de «Tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro».
Otra receta consiste en tener un hijo varón para que el apellido se conserve en futuras generaciones.
Más genéricamente, todos tenemos algún complejo de inferioridad y éste se convierte en la causa principal que puede inducirnos a incendiar un templo, inventar una vacuna, obtener un Premio Nobel o las extravagancias más inverosímiles.
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