Mabel era una anciana que había optado obligadamente por la soledad desde hacía muchos años. Sus escasos recursos la mantenían en una casa en estado ruinoso. Del jardín quedaban muy pocas plantas con algún verdor.
Sentada en su mecedora tuvo el impulso de llamar a Juan cuando volvía del colegio para su casa y Juan entró porque Mabel era de las pocas vecinas que no gritaba tontería cuando devolvía una pelota que cayera en su jardín.
Antes de subir los desvencijados escalones del porche, Juan sintió que lo envolvía el aroma de galletas recién salidas del horno.
¿Te gustaría comer algunas galletas con leche achocolatada bien fría?, preguntó ella adivinando la respuesta.
Trajo de la cocina una bandeja con abundantes galletas y un gran vaso con la leche. La puso delante de Juan y se ubicó nuevamente en su sillón para apreciar el desempeño del chico.
Él comía con voracidad y ella lo miraba con voracidad. Cuando se agotaron los comestibles seguía con ganas de mirarlo y le pidió que le leyera algún libro que tuviera en la mochila escolar.
Siguiendo cada línea con el dedo y con voz monótona, leía algo sobre Uruguay y sus países limítrofes. Ella entrecerró los ojos, su cuerpo empezó a cambiar; sus arrugas se desvanecían.
Sin abrir los ojos, respiró profundamente. Sentía que algo ocurría, pero no sabía qué. Algo pasaba; lo sentía, y era bueno. Pero no sabía exactamente qué.
Estaba rejuveneciendo, sentada en su mecedora, su cuerpo frágil y enjuto se llenaba de juventud. El cabello cano se espesó y oscureció, el color acudió a sus exangües mejillas. Los brazos y las piernas se rellenaban con músculos firmes.
Florecía de nuevo, henchida de vida, fértil y plena como antes,
muchos años atrás. Se miró los brazos. Redondeados, sí, y fuertes las uñas. El cabello negro otra vez. Espeso y negro, resbalando sobre su cuello. Se tocó la mejilla. Las arrugas habían desaparecido, la piel era suave y flexible. Una creciente y desbordante alegría se apoderó de ella. Sonrió, sintiendo sus dientes y encías firmes, los labios rojos, los fuertes dientes blancos. Se levantó de repente, con el cuerpo seguro y confiado. Juan ya se había ido.
Los padres estaban en la puerta de su casa y se notaban ansiosos cuando lo vieron llegar con tanta demora. Ya se aprestaban a recriminarle duramente cuando quedaron mudos de horror al verlo totalmente transfigurado por la vejez.
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6 comentarios:
No me gustó que la vieja se quedara con la juventud del niño.
A mi tampoco me gustó pero me parece que como cuento ultra corto está muy bueno.
Lo encuentro medio parecido al Retrato de Dorian Gray pero éste es alrevés. Aquel se había mantenido joven mientras envejecía el retrato hasta que un día la persona apuñaleó a la tela y en ese instante tomó la características que tenía el cuadro y el cuadro retomó la frescura de cuando lo había pintado.
Oscar Wilde fue su escritor a finales del siglo 19.
Me consuelo pensando que la historia podría seguir en que paulatinamente el encanto se va debilitando y todos vuelven a sus respectivos cuerpos.
Me parece que los comentaristas hasta ahora viene apegados a los acontecimiento y no están valorando los aspectos más literarios y fantásticos.
La resolución realista es otra cosa. Para empezar todos sabemos que es imposible que algo así pudiera suceder, porque si no les gusta como termina es porque están suponiendo que eso puede realmente pasar y en todo caso les gustaría que cuando sean viejos también puedan encontrar un niño glotón que se deje roban la juventud como este pobre Juan. Les molesta descubrirse esas intensiones aviesas. El relato los deja en evidencia y es eso lo que no les gusta: Seamos sinceros.
Creo que es la película El emperador donde un chiquito que ya gobierna con toda la pompa que le corresponde, un día está enfermo y se queja diciendo: "Por qué no se enferma cualquier otro niño que yo soy el emperador".
Con la vejez nos pasa lo mismo que con una enfermedad o cualquier otra pérdida de algo bueno como es la juventud.
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