Después se dio cuenta que el
olor nauseabundo era insoportable. Atinó a taparse la nariz, pero su mano
también olía muy mal.
El cielo estaba despejado,
aunque algunas nubes pastaban alejadas de su rebaño.
No había dormido bien; le
dolían las piernas y los brazos. La cabeza parecía atornillada al suelo.
Comenzó a percibir con más
claridad las voces y comprendió que hablaban en un idioma extraño. El ruido de
las máquinas amarillas se acercaba.
Al poco rato se le desprendió
la cabeza del suelo y pudo ver a su alrededor una enorme cantidad de gente
tirada…, pero, ¡claro!, el olor provenía de esos cuerpos llenos de moscas.
Estaban muertos, pudriéndose.
Al separar la cabeza del
suelo, una cantidad de soldados, empuñando revólveres, llegaron corriendo.
Cuando llegaron hasta él, uno le apuntó a la cabeza, otro gritó algo, se
pusieron a discutir, estuvieron a punto de ultimarse a tiros. Claramente habían
dos bandos, o por lo menos, dos opiniones sobre algo. Seguramente las opciones
eran rematarlo o no rematarlo, de uno o de varios tiros en la cabeza.
Llegó otro gritando
incoherencias, todos se pusieron firmes, hicieron un saludo militar, quizá el
recién llegado hizo una pregunta, es obvio que le dieron dos respuestas
distintas, el hombre hizo un gesto con los brazos, pronunció un breve discurso,
los integrantes de ambos bandos bajaron la mirada y, el más comedido, piadoso,
traicionero, adulón, o vaya uno a saber qué, ayudó al caído para que se
levante.
Una vez en pie, sintió más
dolores en las piernas, sintió mucha sed, pidió agua, nadie le entendió, hizo
gesto de «cantimplora de la que se bebe», le entregaron un recipiente de cuero
con un sorbo de agua tibia, y comenzaron a hacerle gestos de que se fuera, que
huyera, lo empujaban, tomándolo por los hombros, lo hicieron girar sobre sus
pies y lo orientaron hacia un bosque.
Un poco repuesto del extraño despertar, el hombre enfiló para el bosque
y caminando cada vez más rápido, se internó en él.
Caminó, caminó, caminó, quizá siempre en la misma dirección, hasta que
encontró una choza.
Gritó y apareció una mujer joven, lo saludó, le preguntó algo, pero el
hombre no entendió nada, dio unos pasos hacia ella y se desmayó.
Cuando volvió a despertarse, estaba tirado en un catre, notoriamente
recién bañado, con ropa limpia. En la pequeña habitación flotaba un aroma a
comida que le recordó el hambre.
La mujer le hizo señas de que pasara a la mesa. Comió desesperadamente.
Antes de terminar de comer, llamaron a la puerta.
La joven corrió a abrir y se puso a hablar con alguien. Ella parecía
asustada, quizá estaba pidiendo ayuda.
Finalmente entraron una cantidad de soldados enormes, los mismos que
antes lo habían echado del campo de exterminio. Otra vez se pusieron a discutir
entre ellos. Finalmente uno lo agarró por un brazo, lo llevó hasta la puerta y
le hizo señas de que se fuera, ¡rápido! El hombre comenzó a correr sin entender
nada. Estaba confundido, quizá deliraba, empezó a buscar una choza donde le
sirvieran el postre.
(Este es el Artículo Nº 2.048)
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