La incertidumbre nos molesta y hacemos cualquier
cosa para evitarla. Sacralizamos para no pensar; convertimos en sagrado lo que
preferimos desconocer.
La palabra ‘sacralizar’
significa “dar carácter
sagrado a lo que no lo tenía”, y, a su
vez, se considera que algo o alguien es ‘sagrado’ porque “inspira veneración y respeto”.
Estas ideas nos hacen pensar
en esa actitud que solemos adoptar los humanos cuando queremos que algo o
alguien reciba un tratamiento especial, diferente al que reciben todos sus
semejantes.
Ese tratamiento especial suele
consistir, por ejemplo, en no señalar sus defectos, en justificar con pasión
sus inocultables errores, en tomarlo como ejemplo, (inclusive forzando los
hechos); idealizando su imagen, su recuerdo; entronizando su figura como se
hace con los héroes.
Probablemente, todo esto ocurre
porque, en el fondo, queremos evitar la incertidumbre, la duda, la inseguridad
del día-a-día. Sacralizamos a alguien o a algo porque querríamos que existan
más certezas de las que tenemos.
Las verdaderas certezas son
demasiado pocas: que mañana será otro día, que todo cae y que nada flota en el
aire durante mucho tiempo, que algún día moriremos. Quizá usted pueda agregar
alguna otra certeza confirmada, pero yo no recuerdo ninguna otra.
La duda consiste en esa
mortificante búsqueda errática de la verdad definitiva, concluyente..., fuera
de toda duda.
Cuando sacralizamos a alguien,
o a algo (persona, dios, mito, interpretación histórica), generamos, por
consenso, una certeza artificial, fabricada deliberadamente, una mentira con jerarquía de verdad.
Al sacralizar le ponemos un palo en la rueda al progreso sobre
eso que sacralizamos. Ya nunca más podremos investigar sobre esa persona, o
mito, o interpretación histórica. Al convertirlo en ‘verdad sagrada’ le ponemos
un punto final al tema porque no queremos seguir discutiendo, pensando,
DUDANDO.
En suma: sacralizamos para no pensar;
convertimos en sagrado lo que preferimos desconocer.
(Este es el Artículo Nº 2.061)
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