El acto de excitación sexual logra que la mujer
vuelva violento al varón, quien la atacará para fecundarle un hijo.
Las guerras siempre terminan
en algún acuerdo de paz y, eventualmente, si este armisticio es muy deseado por
ambos bandos, alguien agrega la solemne declaración de «sin vencidos ni
vencedores».
En otras palabras, en algún momento un bando comenzó a hostigar a otro
porque entendió, sintió, le pareció que este lo estaba molestando, burlándose,
atacando su honor. Cuando alguien dispara el primer tiro de fusil estalla la
guerra y ya nadie puede saber ni cómo ni cuándo terminará.
La violencia desatada enardece a ambos contendientes, la muerte parece
instalarse en los campos donde, hasta no hace mucho, pastaba el ganado y los
agricultores cultivaban alimentos.
Como dije al principio, en algún momento ambos bandos comienzan a desear
la paz porque el desgaste es preocupante. Esta gestión no suele estar a cargo
de militares sino de diplomáticos: intelectuales con talento para negociar,
para encontrar fórmulas conciliatorias que, si bien tienen efectos muy
tangibles, calman los ánimos para que después todo vuelva a la normalidad,
aunque nada volverá a ser como antes: aquella guerra habrá instalado cambios
irreversibles, todos habrán aprendido la lección..., hasta que la historia
futura genere las condiciones predisponentes de un nuevo «ajuste de cuentas».
Ahora pensemos esta descripción de lo que puede ocurrir entre dos
pueblos vecinos, que se atacan furiosamente, con lo que puede ocurrir entre dos
personas que desean utilizarse para que algo cambie entre ellos, para que sus
vidas no vuelvan a ser como eran.
Cuando una mujer seduce a un varón, lo excita, lo irrita, lo vuelve
violento. Lo estimula para que la ataque, la penetre, eyacule en su vagina y le
fecunde un hijo.
Después de la fecundación, nada será como antes.
(Este es el Artículo Nº 2.053)
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