Entre los humanos ocurre algo insólito: algunos pretenden que sus deseos personales movilicen a otros que carecen de esos deseos.
Imaginemos a un padre con su
hijo de treinta años.
Ambos tienen exactamente el
mismo vehículo..., mejor dicho, la misma carrocería: cada uno tiene una
carrocería completa de aquel hermoso modelo Minx de la marca Hillman. Ambas son
del último modelo (1970), con cuatro puertas, elegante, tamaño mediano, ideal
para una familia de cuatro personas, que tanto quiera usarlo en la ciudad como
desplazarse largas distancias hacia otras ciudades o lugares de descanso.
Sin embargo, solo una de esas
dos carrocerías tiene también el motor. La carrocería del hijo no tiene motor.
Luce igual al otro, pero si lo viéramos por dentro, constataríamos que no tiene
el motor.
Este padre y este hijo pueden
hacer todos los planes que quieran para viajar con sus automóviles, pero en los
hechos, solo el señor mayor podrá ejecutarlos. El hijo tendrá que quedarse en
su casa, mirando la belleza de su carro, que es tan bello como el de su padre,
pero inmóvil por falta de algo esencial: el motor.
Esta mini-historia, un poco
disparatada pero posible, solo puede servirnos para ejemplificar qué es lo que
ocurre cuando los padres le ordenan a sus hijos que estudien, que vayan al
colegio, que tengan un buen desempeño escolar, que sean capaces de generar
buenas calificaciones en todas las asignaturas.
Aunque exteriormente los
padres y los hijos se parecen mucho, se diferencian tanto como los vehículos
que mencioné más arriba: uno tiene deseo (el padre cuyo auto tiene motor) y el
otro desearía tener deseo pero no lo tiene (el hijo cuyo auto no tiene motor).
Esta situación de la vida real
es verdaderamente disparatada, tanto como la mini-historia, pero nadie parece
tenerlo en cuenta.
(Este es el Artículo Nº 2.049)
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