El arte sirve para conocer otras formas de ser,
que guardamos esperando estos estímulos que les permitan germinar para
rejuvenecernos.
Artistas plásticos hay muchos, pero les haré un comentario sobre uno
chino, que nació en 1957 y que se llama Ai Wei Wei.
En la imagen adjunta podemos ver una de sus
obras que, para la mayoría de nosotros, no es otra cosa que un amontonamiento
arbitrario de 866 taburetes de tres patas.
Esas piezas de madera son simplemente eso: asientos hechos de madera,
de los que todos quizá hayamos usado alguna vez para sentarnos.
Si observamos la construcción, nada ocurrirá en nosotros, seguramente
no le encontraremos sentido, no se parece a nada que hayamos visto anteriormente.
Sin embargo, como se puede circular por su interior, nos sentiremos
tentados a pensar que es un túnel o un laberinto.
Cuando hacemos esta comparación tendremos un moderado alivio de la
incertidumbre (¿qué es esto?) y de la perplejidad (¡qué es esto!).
Un factor inquietante está dado por la familiaridad que tenemos con las
piezas (los taburetes, los asientos de madera).
La perplejidad, que nos genera inquietud, moviliza un sentimiento más
genérico: la angustia.
Este fenómeno desconocido tiene como uno de sus méritos no tener
explicación. Si bien dicha «instalación» fue
bautizada por el autor con el nombre de «Bang», tampoco conocíamos otro «bang»
para compararlo con este.
Si logré decir algo entendible en los
párrafos anteriores, es momento de bajar a tierra la idea que inspira este
artículo.
El arte es un movilizante de nuestra forma
de ser. Intenta alentarnos a que no sigamos siendo los mismos de siempre, que
podamos conocernos (a nosotros mismo) porque, en nuestro interior, siguen
esperando muchas potencialidades que aún no hemos desarrollado por falta de
estímulo, de oportunidad, de un «Bang» desestructurante que nos permita
rearmarnos.
(Este es el Artículo Nº 2.041)
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