Nuestra luna de miel había sido cuidadosamente no planificada, porque Laura y yo siempre soñamos con las improvisaciones de baja intensidad.
Postergamos el casamiento todo lo que hizo falta para que no nos faltara nada de lo que cada uno disponía en su casa paterna.
Casarnos sin dos televisores y dos computadores, habría sido una improvisación de alta intensidad, pero salir la noche de bodas a recorrer el país en cualquier dirección, eso sí nos gustaba.
Habíamos recorrido varios cientos de kilómetros cuando se hizo la noche en un poblado que —según el cartel de bienvenida— se llamaba Fray Casona.
Enseguida encontramos el (único) hotel, donde pudimos descansar para seguir viaje hasta donde hubieran cosas atractivas para disfrutar.
Serían las dos o tres de la madrugada, cuando sonó el celular de Laura.
Se insultó en voz baja por no haberlo apagado, pero igual atendió.
Oí que era la voz de una mujer que hablaba en un tono que no hacía pensar en una mala noticia.
Laura se puso tensa, pensó que yo estaba dormido porque sigilosamente se bajó de la cama y salió a la terraza.
La oía hablar con aspereza, recriminaba cosas inaudibles, le daba muy poco tiempo para que la que llamó pudiera decir algo.
Discutió un largo rato, a veces se olvidaba que no tenía que despertarme, pero no sólo me había desvelado sino que me pareció que en realidad, sí había una mala noticia.
Luego dejó de hablar, insultar y gritar en voz baja. Sólo escuchaba. Comenzó a llorar. Balbuceó en tono de arrepentimiento, de disculpas, de inseguridad.
Así estuvo unos minutos hasta que mencionó la palabra fatídica que me aceleró el corazón: Irene.
Sentí dolor en el pecho, en el estómago, sudé, tuve frío, me tapé pero me molestó el olor de las sábanas, no supe dónde ubicar las piernas.
Finalmente Laura dejó de hablar, no dejó de sollozar y retornó a la habitación.
Yo me había recostado al respaldo de la cama, las manos cruzadas sobre el estómago dolorido, esperando que me dijera y que no me dijera algo.
Se sentó a mi lado como el amigo que visita a un enfermo y se echó a llorar contra mi pecho.
Apoyé mi mano sobre su hombro, lloré yo también y resignadamente nos vestimos para volver.
Me sentía tan mal, que codujo ella.
En la noche, algún graffitero había borrado unas letras del cartel que ahora decía: Bienvenidos a Fra Caso.
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9 comentarios:
Quizás Irene, Laura y usted podrían haber sido felices.
Salir la noche de bodas a recorrer el país es algo poco acostumbrado.
Nosotros también postergamos el casamiento. Primero nos recibimos, luego fuimos comprando todo lo que necesitábamos para alhajar la casa, ahorramos para festejar nuestra boda y hacer un viaje de luna de miel.
Cierto domingo de primavera, viajábamos a Punta del Este con mi novia y se nos adelantó un bus que cruzó de forma imprevista la carretera. Nosotros íbamos a 110 y volamos.
Sé que es una historia triste, pero se las cuento porque conozco a muchas jóvenes parejas que pernoctan en Fray Casona cuando van a Punta del Este. NO LO HAGAN, NO SIGAN HACIÉNDOLO. Al menos cásense primero. Nosotros estábamos a un kilómetro cuando nos accidentamos.
A mí también me gustan las improvisaciones de baja intensidad. Nadie se da cuenta, pero yo improviso.
Odio el olor de las sábanas de todos los hoteles del mundo. Tengo esperanzas, en unos años comenzaré a frecuentar los de 3 estrellas.
Qué bonito es el nombre Irene. Lo asocio a sirena.
Si se sentó a su lado como visita de enfermo, es que ya lo tenía enterrado.
Lo más lindo de Fray Casona son los posters que te ponen en las ventanas. Te ves unos paisajes buenísimos.
El graffitero era amigo de Irene?
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